LA CRÍTICA DE VALERA A LA ‘HISTORIA SOCIAL, POLÍTICA Y RELIGIOSA DE LOS JUDÍOS DE ESPAÑA Y PORTUGAL’
El escritor egabrense Juan Valera publicó en 1877 una crítica sobre la monumental obra de Amador de los Ríos ‘Historia social, política y religiosa de los judíos de España y Portugal’, en la que analizaba la importancia del libro publicado por el escritor baenense.
Incluimos a continuación el texto completo de esta crítica, a la que se puede acceder a través de la Biblioteca Virtual de Andalucía, en la dirección:
CRÍTICA DE JUAN VALERA
I
A pesar de nuestros interminables disturbios políticos y de la triste situación de España, no se ha de negar que, en vez de notarse decadencia en las ciencias y en la literatura, florecen éstas en nuestro tiempo como en las épocas más brillantes de la historia patria.
Uno de los principales propósitos de esta nueva publicación, es dar testimonio de tal florecimiento: pero como á más de dar dicho testimonio, queremos contribuir al florecimiento mencionado, nos juzgamos en el deber de no exagerar el mérito y de hacer estricta y hasta severa, justicia á los libros que en estos últimos años se han publicado y que en adelante se publiquen, y á cuyo examen crítico pensamos consagrar mucha parte de nuestras columnas.
El fallo que demos ha de ser razonado y fundado, si bien porque las dimensiones de nuestro periódico no son grandes, trataremos de ser en extremo concisos.
La primera obra que nos toca examinar, es la que lleva por título el que sirve de epígrafe al artículo que ahora escribimos. El Sr. Amador de los Ríos, discreto, infatigable y erudito autor de muchos libros de valor, entre les cuales descuella la Historia crítica de nuestra literatura, había ya publicado en 1848 uno, cuyo título es Estudios históricos, políticos y literarios sobre los judíos de España, el cual tuvo en nuestro país y en tierras extrañas éxito tan merecido como lisonjero entre los doctos y los apasionados al estudio de la historia.
El asunto era nuevo é interesante, y estaba tratado con muy imparcial juicio y con selecta y atinada erudición.
El trabajo del Sr. Amador de los Ríos era, no obstante, incompleto: abarcaba demasiado asunto para tan pocas páginas, y no podía menos de tocar con ligereza ó pasar con rapidez y descuido sobre puntos y materias de la mayor importancia. Así, por ejemplo, mientras que el Sr. Amador de los Ríos nos daba muy curiosas noticias sobre poetas y literatos judíos, en cuyas obras, escritas las más en castellano, se nota el influjo de la ciencia y de [Pg. 137] las letras cristianas, dejaba muy en la sombra el gran desenvolvimiento intelectual propio y castizo del pueblo judaico en nuestra península, movimiento cuyas dos más altas manifestaciones, la poesía y la filosofía, suscitaron una serie inmortal de varones eminentes, entre los cuales resplandecen Maimónides, Salomón ben Gabirol, Josef ibn Abitur, Moisés y Abraham ben Ezrá, Isaac ibn Giat, Gehudah ha Leví de Toledo, Bechai ben Josef, Chalfon, Nachum, Moisés ben Nachman, y no pocos otros, de cuyas obras y pensamientos no hubiera bastado un volumen mayor que el de los Estudios para dar la idea conveniente y hacer formar al lector el debido concepto.
Conociendo esta falta el Sr. Amador de los Ríos, y animado, además, por el aplauso obtenido por sus Estudios, citados, celebrados y copiados á veces en escritos posteriores de sabios extranjeros, como Kayserling y Bedarride, determinó dividir en dos partes el asunto, y escribir sobre cada una de estas partes una obra más fundamental y extensa. Una de las partes dará motivo á la Historia científica y literaria de los judíos de España y Portugal, que aun está por escribir. La otra parte ha dado ya motivo á la Historia social, política y religiosa del mismo pueblo, que es la que nos incumbe examinar ahora.
Sentimos tener que empezar por una censura cuya razón no está clara, por lo cual la exponemos con timidez y casi en forma de duda. Nos inclinamos á creer que en el título está de sobra la palabra religiosa. Como lo que distingue á los judíos, lo que ha hecho que no se confundan con otras castas de gentes y naciones después de haber vivido, tantos siglos há, errantes y diseminados por el mundo, es la religión que profesan y su energía y briosa pertinacia para conservarla, claro está que en este sentido toda historia de judíos es historia religiosa. Huelga, pues, dicho epíteto en el título de la obra. Y si por religiosa ha de entenderse otro concepto, determinado y concreto, el señor Amador de los Ríos promete en el título más de lo que puede y debe cumplir, ya que el desenvolvimiento de las doctrinas religiosas de aquel pueblo ilustre no llegará á describirse de un modo satisfactorio sino al tratar con detención y profundidad de sus filósofos y poetas, religiosos todos, ó al menos los más egregios, y cuyas profundas especulaciones ejercieron tanto influjo en la filosofía arábiga, en la escolástica cristiana y en la moderna filosofía europea.
Mejor, pues, en nuestro sentir, hubiera sido hacer la división y dar los títulos á las dos partes de esta manera: Historia religiosa, científica y literaria é Historia social y política de los judíos.
Como quiera que sea, nos parece que la parte [Pg. 139] religiosa de la Historia que rápidamente vamos á examinar, no es la especulativa, sino la práctica y exterior, la que da carácter y consistencia esencialísima al ser social y político del pueblo judío, así en España como en cualquiera otra parte del mundo, sobre todo en épocas de tanto fervor religioso como en la Edad Media.
Entre las prendas estimables que como historiador adornan al Sr. Amador de los Ríos, sobresalen dos que debemos tener muy en cuenta, porque ambas concurren á dar mayor autoridad á su libro, quitándole tal vez en amenidad lo que le añaden en solidez de doctrina. El Sr. Amador de los Ríos tira á narrar y no á probar; se apasiona poco, no tiene una tesis preconcebida que anhele sacar triunfante: es, por lo tanto, imparcial y frío. La otra prenda es la de la circunspección; no atreviéndose nunca nuestro historiador, como hacen otros, á iluminar con la luz de la fantasía y con el falaz hechizo de conjeturas sutiles, los puntos obscuros y los sucesos dudosos, sino ateniéndose á los documentos, sin sacar de ellos, á fuerza de ingeniosidades, lo que no está en la letra ni en el espíritu que contienen.
De esta segunda cualidad da el autor, desde luego, señalada muestra en el primer capítulo de su Historia, donde es muy sobrio de afirmaciones.
Nosotros, que tenemos poca responsabilidad escribiendo á la ligera, ya que no afirmemos, podemos dar como probable la venida á España de muchos judíos desde tiempos remotos. ¿Qué tiene de extraño que en los bajeles tirios, reinando Hiram, aliado de David y de Salomón, viniesen á España israelitas, y hasta que se establecieran en las colonias de los fenicios? Sabido es que en los bajeles de éstos, que hicieron la primera expedición á Ofir, Salomón envió súbditos suyos, y que la parte que le cupo en la ganancia pasó de 420 quintales de oro, sin contar el marfil, el sándalo, los pavos reales, los papagallos y los monos que de allá le trajeron. El comercio de los fenicios con este descubrimiento de Ofir se extendió desde el Indo hasta las costas de la antigua Bretaña. Nada, pues, más verosímil que el que Salomón comerciase con España, como se tiene por seguro que comerció con la India, siempre en compañía y aparcería con su amigo el de Tiro.
Con la misma circunspección y cautela procede el Sr. Amador de los Ríos respecto á sucesivas inmigraciones de judíos en España en la época de Nabucodonosor y en otras posteriores; pero si bien refutando las fábulas á que dichas verosímiles inmigraciones han dado ocasión, nuestro autor se inclina á creer que los judíos vinieron á España antes que los romanos, y aun antes que los cartagineses, [Pg. 141] y que sus colonias se fundaron al amparo de las de Tiro en el Oriente y Mediodía de nuestra península.
Por lo demás, el primer documento fehaciente de la existencia del pueblo judío en España es una lápida sepulcral, mutilada y hallada en Adra. Por el estilo de la escritura calculan los epigrafistas que la inscripción es de principios del siglo III. Debe, con todo, tenerse por cierto que después de destruída Jerusalem por Tito, y desterrados los judíos para siempre de su país por Adriano, fué cuando éstos acudieron en mayor número á establecerse en nuestra patria.
La vez primera que como colectividad se mientan los judíos de España en un documento español, es en los cánones del Concilio de Ilíberis, al empezar el siglo IV donde se da prueba contra ellos de la mayor intolerancia. Desde entonces hasta la invasión de los bárbaros del Norte es de presumir, aunque no conste, que fueron rudamente perseguidos y vejados por los hispano-romanos como deicidas manchados con la sangre del Redentor. Harto indicio dan de esta saña los terribles versos de Prudencio que cita el historiador.
La invasión de los visigodos, que eran arrianos, fué muy favorable al pueblo hebreo, el cual creció con nuevas inmigraciones y se enriqueció y floreció con la tolerancia, protección y favor de aquellos herejes: pero, no bien se celebró el tercer Concilio de Toledo y los visigodos se hicieron católicos, la persecución empezó con gran furia.
Toda esta parte de la historia, una de las más curiosas y obscuras, está magistralmente tratada por el Sr. Amador de los Ríos. De la mera exposición de los hechos se infiere que los judíos, acosados del modo más cruel por aquellos reyes bárbaros, sometidos á una teocracia fantástica, hubieron de conspirar á la caída de la monarquía de Recaredo, y que la dura política de Sisebuto, Chintilla, Recesvinto y Ejica, no pudo menos de dar á los musulmanes, que vinieron contra Don Rodrigo, un auxiliar resuelto y lleno de rencor en el pueblo humillado y atormentado siempre como deicida. La benignidad de Witiza, que por fuerza había de ser efímera, y que tal vez ha valido á dicho rey la malísima nota de que goza, no habiendo sido peor que otros muchos, no podía ya calmar el rencor de los judíos, los cuales recibieron con los brazos abiertos y como libertadores y amigos á los sectarios del Islam.
Desde este momento, la obra del Sr. Amador de los Ríos, contando ya con gran copia de documentos, viene á ser en extremo interesante, aunque tenga que pecar de cierta monotonía, inherente al asunto.
Los judíos, que viven entre los muslimes, como son más inteligentes y sabios, se hacen más ricos. Muchos príncipes confían á un judío el gobierno de su Estado. Este gobierna con habilidad, pero favorece á los de su casta. Los muslimes se hartan del valido y al fin, ó logran que el príncipe le mate ó le despida, ó matan ó destronan al príncipe, acabando luego con el valido. Dado este primer paso, la cólera y la codicia del pueblo se desahogan y satisfacen más aún con la muerte violenta y el saqueo de otros muchos judíos, quienes blandamente y con la tranquilidad de que han gozado, han obtenido un alto grado de prosperidad y han acumulado grandes tesoros.
Esta tragedia, con diversos nombres é incidentes, pero idéntica en lo substancial, se repite con frecuencia, no ya sólo entre mahometanos, sino entre católicos españoles durante toda la Edad Media.
Se diría que los hebreos eran como la alcancía ó hucha viviente de los demás habitantes de España, quienes la iban cuidando y rellenando de dinero hasta que la rompían.
Desde principios del siglo VIII hasta fines del siglo XV, la historia de los judíos españoles está tejida de estas intermitencias de prosperidad y catástrofe, valimiento y persecuciones. El odio sistemático y constante contra los judíos, por meros motivos religiosos, no se declaró resueltamente entre los cristianos españoles, volviendo á adquirir la fuerza de intolerancia que tuvo entre los visigodos católicos, hasta la unión de las dos coronas de Aragón y Castilla.
II
Imposible nos es seguir al historiador en el intrincado laberinto de sucesos, cambios, revoluciones y hundimientos y levantamientos de Estados, que componen nuestra historia de los siglos medios. Baste decir que, al través de ese laberinto, con copiosa y pertinente erudición, exquisita sagacidad y sumo tino, desentraña el Sr. Amador de los Ríos cuanto hay que saber de la condición social de los judíos españoles y de su extraña y varia fortuna. Debe afirmarse, además, que, habiendo sido los judíos una casta de tanto brío intelectual en nuestra Edad Medía, el Sr. Amador de los Ríos, al poner en claro su historia, contribuye eficazmente al esclarecimiento y mejor inteligencia de la general de España en dicho período.
Durante el califato de Córdoba, los judíos, perseguidos á veces por los muslimes, como en tiempo de los visigodos, se rebelaron ó auxiliaron á los rebeldes en algunas ocasiones, pero siempre fueron vencidos, porque su triunfo sólo podía fundarse en la astucia y el saber, y no en la fuerza.
A que se aumentase el saber de los judíos españoles, dió motivo un suceso novelesco, que tiene apariencias de providencial. El famoso rabino Moisés-Hanoch, lumbrera de las escuelas de Oriente, tuvo que emigrar de Sura, á mediados del siglo X, y se embarcó para Italia con su hermosa mujer y su sabio hijo. Ebn Rumahís, almirante de las naves cordobesas, los hizo cautivos. Enamorado el almirante de la hermosa hebrea, la persiguió de suerte que ella se arrojó al mar para salvar su castidad y su honra. El sabio viudo y su hijo y discípulo fueron vendidos como esclavos en la capital del califato andaluz. No presumía nadie que aquel esclavo era un pozo de ciencia; pero un día que el gran rabino Natan explicaba en la sinagoga, el esclavo Moisés se atrevió á pedir la palabra para contradecirle, y dió tales muestras de elocuencia y sabiduría, que los doctores y el pueblo le aplaudieron maravillados. Natan declaró ante el sanhedrín que declinaba los honores de juez y maestro (rabbi dayan), y toda la sinagoga proclamó en seguida para sucederle á Moisés Aben Hanoch, colmándole de honras y presentes.
De este punto parece que arranca el gran florecimiento de la ciencia judaica en España. Con él coincidió también el más alto grado de prosperidad material y política de los judíos, cifrada, durante años, en la larga privanza de Abu Josef Aben Hasdai con Abd-er-Rahman III, el más glorioso de los califas y el primero que llevó dicho título en España, y con Al-Haken, que no sólo heredó el trono, sino también el afecto hacia el sabio judío.
La omnipotencia de éste, si se empleó bien en el califato, contribuyó no menos al brillo y próspera suerte y desenvolvimiento intelectual de los judíos. Hasdai favoreció el cultivo de la filosofía, de la teología, de la poesía y de las ciencias, rodeándose de sabios y poetas, á quienes prodigaba su favor, y como se interesaba tanto por los hombres de su casta, envió una singular embajada en busca de un reino judío independiente que se decía que existía aún en el Asia.
Llamábase este reino de Hazar ó Kasar, y estaba situado á ambas márgenes del Volga, cerca de su desembocadura, entre el Cáucaso y el mar Caspio. La nota del Sr. Amador de los Ríos acerca de esta embajada es interesante por muchos estilos. El rey de Kasar ó Kusar no era judío de raza, sino convertido como todos sus súbditos, y sabido es que sobre los argumentos y razones de que se vale un sabio hebreo para su conversión, compuso más tarde Jehudá ha Leví de Toledo su famoso libro titulado Kusari.
Con la caída del califato no se puede decir que perdieron mucho los judíos que entre los mahometanos moraban. En casi todos los reinos que de la desmembración del imperio vinieron á formarse alcanzaron los judíos gran valimiento con los príncipes y fueron los verdaderos gobernadores y repúblicos. Entre los más eminentes de estos validos descuella el rabí Samuel Leví Aben Hagrela, omnipotente en Granada, mientras reinó Aben Habbús. El hijo de Samuel Leví, llamado Abú Hassain Josef Aben Hagrela, apellido que con una letra menos conservan aún familias ricas de Granada, sucedió á su padre en la privanza, sirviendo á Badis, sucesor de Aben Habbús, hasta que irritados el pueblo y los soldados berberíes contra este privado, menos hábil y prudente que su padre, le dieron muerte cruel, haciendo además horrible matanza y saqueo en los otros judíos granadinos.
Hay quien hace subir el número de los muertos á 1.500 familias.
El mismo fin tuvo en Zaragoza la privanza de Jukutiel con Al-Mondir.
No arredró esto á Abú Fadhel Aben Hasdai, nieto del célebre valido de Abd-er-Rahman III, para que gobernase también el reino de Zaragoza bajo el cetro de Al-Moctadir.
Pero donde más favor y poder alcanzaron los judíos, fué en Sevilla, bajo el reinado del sabio rey y egregio poeta Al-Motamid. Isahac Aben Albalia, Isahac Aben Leon, Nehemías Aben Escafa, y otros, eran los verdaderos señores de Sevilla, con grande escándalo y envidia de los más fanáticos musulmanes. Este encumbramiento de los judíos fué general en todos los reinos de Taifa.
Un muslín de aquellos tiempos dice, y con distintas palabras repiten otros lo mismo, que los judíos percibían las contribuciones, vivían con toda holgura, no había parte en que no mandase uno de aquellos malditos, se vestían magníficamente y sabían todos los secretos de Estado.
Los judíos, además, en aquella época, tuvieron colonias ó pueblos, donde gozaron de grande independencia municipal, formando unas á modo de repúblicas, entre las cuales llegaron varias á la mayor prosperidad en riqueza y cultura, distinguiéndose, sobre todas, la de Lucena, ciudad hoy de la provincia de Córdoba.
Lo mismo que los soberanos de estos reinos de Taifa, se señala en general la época en que vivieron, aun entre los cristianos, por un notable espíritu de tolerancia religiosa y hasta por cierta relajación en las creencias; tolerancia y relajación nacidas, sin duda, del trato frecuente y de la amistad y convivencia de los hombres de tan diversas religiones como entonces poblaban á España. Lo cierto es que, salvo momentáneos períodos de fanatismo, como, por ejemplo, recién venidos los almoravides, hay, por lo común, en toda la España, desde el siglo X al XIII una gran libertad religiosa, que tal vez pudiera fundarse en el indiferentismo. Esta disposición de los espíritus favoreció mucho á los judíos.
Nadie dió muestras más claras de tolerancia y favor para con ellos que Alfonso VI, conquistador de Toledo. Este príncipe, amigo de los muslimes, que se complacía en llamarse emperador de ambas leyes, la de Cristo y la de Islam, protegió también á los sectarios del Talmud, procurando en todo su bienestar y elevación. Los judíos le probaron en varias ocasiones su gratitud, sacrificando por él la hacienda y la vida. En la rota de Zalaca, se cuenta que pelearon valerosamente en el ejército cristiano hasta cuarenta mil hebreos, de los cuales murieron muchos, vendiendo cara la victoria.
El favor concedido á los hebreos, fué en cierto modo aprobado por el papa Alejandro II; esto es, el Papa aplaudió que el rey Alfonso VI salvase á los judíos de ser degollados, porque en todas partes están dispuestos á la servidumbre; pero Gregorio VII escribió una carta al mismo rey Alfonso, en la cual, apartándonos de la opinión del señor Amador de los Ríos, no advertimos contradicción, sino consonancia perfecta con la de Alejandro II, ya que Gregorio VII no dice nada de matar ó de salvar á los judíos, sino que condena que el rey les dé empleos y dominio sobre los cristianos, asegurando que esto es oprimir la Iglesia y exaltar la sinagoga de Satanás, y para dar gusto á los enemigos de Cristo, despreciar al mismo Cristo.
Alfonso VII, otros reyes, y no pocos magnates y grandes señores, se mostraron igualmente favorables á los judíos; pero el pueblo los odiaba, se alzaba en motines contra ellos, y solían á veces matarlos y robarlos.
Lo mismo que en los reinos de Taifa y que en Castilla, acontecía en Cataluña, en Portugal y en Navarra, donde la intolerancia vino de fuera y empezó á recrudecerse con la introducción de los frailes dominicos y franciscanos, con las disposiciones del Concilio IV de Letran, y con los esfuerzos, amonestaciones y quejas del Papa Inocencio III á los reyes de la península, porque no cumplían dichas disposiciones, y tenían cerca de sus personas á judíos, cosa intolerable y que pedía pronta y eficaz enmienda.
En suma, esta afición á los judíos, llegó á costar el trono á un rey de Portugal, acusado por obispos y frailes en el Concilio de Lyon, y depuesto por sentencia pontificia de Inocencio IV.
Ya hemos dicho que nos es imposible dar en tan breve espacio una idea cabal de la obra del Sr. Amador de los Ríos; pero no podemos resistir al deseo de seguir haciendo de ella un ligero extracto.
A pesar de los esfuerzos, en daño de los judíos, hechos por la Santa Sede y los Concilios generales, los reyes de León y de Castilla los favorecieron por mil razones, y en esta política persistieron todos, sin excluir á San Fernando. Los judíos eran entonces un instrumento de cultura y de riqueza, y contribuían poderosamente al desenvolvimiento de la civilización española. Con gran copia de documentos, con el examen de los fueros y cartas pueblas, que con tanta frecuencia se daban entonces, y con las letras pontificias y exposiciones en contra de nuestros reyes, prueba el Sr. Amador de los Ríos, ó, mejor dicho, nos dá los medios de probar, pues él narra y no prueba, que la intolerancia no fué española hasta muy tarde, sino que vino de allende los montes. Hasta de un modo material se patentizó la benignidad de los cristianos españoles con relación á los demás de Europa, cuando vinieron los extranjeros en gran número y como cruzados á combatir en las Navas de Tolosa, á donde, por último, llegaron pocos, quedando sólo para España la gloria de aquel triunfo.
Los cruzados se amotinaron en Toledo contra los judíos, con propósito de robarlos y matarlos, y lo hubieran logrado, si, como dice el Padre Mariana, „no resistieran los nobles á la canalla y ampararan con las armas y autoridad á aquella miserable gente».
Compitió con San Fernando, y hasta le superó en benevolencia para los judíos, el glorioso rey de Aragón D. Jaime el Conquistador, sobre cuyo reinado, en todo lo perteneciente al pueblo judaico, nos da importantes noticias la Historia que examinamos.
Dadas aquella edad de hierro, las continuas quejas y excitaciones del clero regular y secular, y las amonestaciones de la Santa Sede, no se puede imaginar mayor tolerancia y hasta libertad de conciencia que las que en los fueros de Aragón, de Valencia y en otras leyes de D. Jaime resplandecen.
En su tiempo, empezaron en el Reino de Aragón las famosas controversias públicas entre frailes y rabinos, acerca de la verdad de las respectivas religiones. Heine, el egregio poeta judío-alemán, ha popularizado una de estas conferencias, refiriéndola de un modo harto burlesco en un gracioso romance. De las dos que describe y cuenta el señor Amador de los Ríos, es la segunda en extremo notable por varias circunstancias.
Sostenedor de la ley de Moisés contra la de Cristo fué en aquel certamen el rabino Ben-Astruch, quien, como era natural, pidió que le declarasen irresponsable de todas las ideas, palabras y razones, que emitiese en la disputa.
El rey otorgó dicha irresponsabilidad, licentia dicendi omnia quacumque vellet in ipsa disputatione, y con esta licencia, en el palacio real de Barcelona, disputó el judío con un fraile, ante un gran concurso de teólogos, caballeros y damas. El obispo de Gerona, después de terminada la disputa hablada, pidió al rabino Ben-Astruch, que escribiese en un libro lo que de palabra había dicho; y el rabino, pedida y otorgada para escribir la misma venia que obtuvo para hablar, escribió su apología y la remitió al obispo.
Pero este y otros prelados y frailes, olvidada la venia concedida, trabajaron por condenar por blasfemo al rabino, y tuvo el rey que armarse de toda su entereza para sacar á salvo al judío y la palabra que le había dado. Hasta el Papa Clemente IV, en carta que escribió al rey, felicitándole por la conquista de Murcia, no disimula su enojo porque había quedado impune Ben-Astruch.
Con la muerte de D. Jaime perdieron los judíos un generoso protector y un firme escudo, del cual empezaban á tener más necesidad que nunca, pues con las predicaciones de dominicos y franciscanos se iban aumentando cada vez más en la plebe la animadversión contra ellos, estallando ésta en frecuentes tumultos que terminaban con la muerte de la prole de Israel.
Ya en el débil, aunque sabio rey Alfonso X, se nota el influjo de las predicaciones de dominicos y franciscanos y de las prescripciones canónicas contra los judíos; y aunque se vale de ellos para sus empresas científicas y para el gobierno de su hacienda, los veja, los difama y los ofende á menudo, así en sus escritos como de obra.
Tal es, en resumen harto conciso, lo que contiene el tomo I de la Historia de los judíos, la mejor en nuestro sentir del fecundo escritor y catedrático de esta Universidad central.
En correspondientes artículos sucesivos examinaremos los tomos II y III.
Entre tanto, nos creemos en el grato deber de recomendar á los doctos y curiosos la adquisición y estudio de un libro, lleno de noticias, escrito con elegancia, pensado con discreto y nada parcial juicio, y fundado en el estudio detenido y diligente de todos los documentos y fuentes históricos.
Los tres tomos, de cerca de 600 páginas cada uno, están lujosa y elegantemente impresos por Fortanet, á expensas del Sr. Dorregaray.
Madrid, 1877.