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RELATO «MIS RECUERDOS DEL MARBELLA», de Rodríguez Alcaide (*)

¡Qué estrecho era el cauce del río Marbella, el que le contó la historia de Baena a mi padre! ¡Cuántas veces he bajado a su azuda en la que resplandecían los reflejos rosados del sol! ¡Qué magníficas sombras en los veranos! De los álamos blancos y de los olivos cercanos y de la vieja parra retorcida de la que colgaban sus vástagos enracimados.
El Marbella con su agua dormida, majestuosamente remansada y tranquila en la azuda, pasaba y pasaba y se olvidaba de la iglesia de San Francisco y que en ella en su camarín le esperaba el Nazareno. Esa agua remansada se asemejaba a una anciana que agoniza sin poder derramarse en los surcos de las huertas. El resto de agua, escurridiza, se encaminaba hacia Izcar reposadamente y sin ganas de dejar Baena. ¡A la vera de ese río le han colocado hoy una depuradora para que mis paisanos no lo enmugren con sus deshechos!

Juncias, carrizos, aneas, juncos cubren sus bellas riberas en la que nadie puede vagar errante ante tanta belleza. Hay bullicio en Pascua de Resurrección alrededor de la temprana lechuga y hay calor agobiante, vivo y más ardiente cada día, cuando el jubileo llega y el sol se remonta al cénit del cielo de Baena.

Aquel río Marbella era fresca ilusión en mi niñez de tierra prometida. Allá, abajo, el paisaje perdía su tristeza de sementera y desde el río se contempla; casi se puede coger con la mano, mi pueblo, su San Francisco, la torre de San Bartolomé y la mayor de Santa María con su puntiagudo campanario que se realza al sol de poniente. No es un pueblo de gallardetes y banderolas sino de blanca cal desde la ribera hasta la Almedina. Por sus orillas caminé cuando el sol las ahueca y abrillanta y por sus hierbas, casi pantanosas, los cañizos y las juncias, zumbándome los mosquitos.

Divisé palomas zuritas que beben de sus aguas y en verano alisan con el agua sus plumas y escuché el tañido del campanillo de San Francisco en el declinar del día, recordando que debía regresar a mi casa. En el río Marbella yo de niño he sentido gozo y calma. Ese Marbella, que melancólico se alejaba para esconderse en las soledades de Izcar, para desahogar sus lamentos a la sombra de matorrales en el Guadajoz, y dejándome triste. Nunca fue este Marbella; guarida de venenosas culebras, sino amigo de mi padre a quien le contó la historia de Baena. Fue gozo de mi alma y nunca fue mugido sombrío o rumor espantoso cuando yo descendía a su azuda. Siempre fue feliz presagio para mí; por eso del Marbella tengo tan grato recuerdo.

(*) José Javier Rodríguez Alcaide es catedrático emérito de la Universidad de Córdoba e Hijo Predilecto de Baena.

NOTA: La foto corresponde al río Marbella a su paso por el paraje de la ermita de Los Ángeles.

Mis recuerdos del Marbella

SEIS MINUTOS CON EL ACTOR ANTONIO REYES

La trayectoria del actor baenense Antonio Reyes Ortega, que ahora es el agente Hernando en ‘Gran Hotel’, podemos descubrirla a través del siguiente vídeo, que recoge algunos papeles en series de televisión. En seis minutos podemos descubrir las ganas y el entusiasmo, la profesionalidad y el buen hacer de Antonio Reyes. 

http://vimeo.com/66574986

Hemos podido dialogar con Antonio sobre sus inicios y su marcha de Baena. Publicamos una breve entrevista con el actor baenense:

–¿Cuándo creyó que había que dejar el pueblo para marchar a Madrid Y estudiar arte dramático? ¿Se arrepiente de no haber tomado la decisión antes?
–Bueno, más que dejar el pueblo, yo sabía que si quería estudiar arte dramático tenía que salir fuera, con 25 años, era una edad para tomar decisiones, o seguir trabajando allí o probar suerte. Me decidí, me presenté a las pruebas de arte dramático y me admitieron. Siempre pienso que fue el momento, antes no hubiera sido lo mismo.

–¿Cómo surgió esa atracción por la interpretación?
–Cuando estaba en la escuela en FP, estudiando administrativo, la profesora de literatura Lola Vic, me dijo de salir en una obra, “Eloisa está debajo de un Almendro”. Desde entonces me empezó a atraer el teatro. Años más tarde formamos en Baena el grupo de teatro AMIKITIA, con la que realizamos varios proyectos, algunos de grandes dimensiones como La Ruta Almedina. Y en todos esos años siempre he estado vinculado al teatro. También en Televisión Baena presenté varios programas. Estaba claro que este mundillo era el que me llamaba especialmente la atención, y de eso hace ya mucho tiempo.

–¿Suele volver a Baena o cada vez le es más difícil?
–Suelo volver porque tengo allí a casi toda la familia y algunos amigos, que sé que me esperan con los brazos abiertos, y es mi tierra y mis raíces, y eso no se olvida nunca. Nunca sabemos donde acabaremos, lo único que sabemos es de donde venimos, así que como es lo único claro que tengo, hay que regresar de vez en cuando y tener los pies en la tierra, y si es la tuya, mejor, que da muy buenas energías.

–¿Qué echa de menos de Baena?
–Por supuesto que la familia y la gente, el olor, la tranquilidad, el acento. Cada día tengo menos acento aquí en Madrid y cuando voy allí saco mi “seseo” como si no hubiera pasado el tiempo. Estoy recibiendo muchas muestras de ánimo de mis paisanos en las redes sociales y es muy alentador, me da mucha alegría saber que me siguen y que me apoyan. También tengo ganas de ir para saludarlos y darles las gracias.

COMENTARIO: FRANCISCO EXPÓSITO.

Ant Reyes

RELATO. UNA ESTRELLA DE ESPERANZA, de Rodríguez Alcaide (*)

Todas las ventanas de la vivienda estaban cerradas desde las de la escuela a las de la casa. Sin embargo, la casa vive; el silencio es completo. Las señoras de la casa no abren los postigos ni para vigilar lo que ocurre en la Plaza Vieja, pero se adivina tras los visillos la luz que circula en el dormitorio. La casa está animada con una vida extraña. Allí están la abuela, las dos hermanas y el hermano que había llegado del frente de Peñarroya; asustados desde el 14 de Abril de 1937. La ventana de la salita, que da a la calle, se apaga de modo que la casa, de golpe, otra vez, queda en la sombra. Tienen miedo estas tres mujeres de oír el rumbo esponjoso de pasos y de que repiquetee el llamador de la puerta. Alguien viene; se detiene delante de la puerta pero no llama; es una silueta de un desconocido que tiene la viscosidad de la noche. Tienen miedo de que ese alguien sepa que allí se refugia el hermano a quien, en pleno servicio militar, le cogió el 18 de Julio de 1936 en lo que se denominaba zona republicana. El marido de una de ellas, la maestra, está movilizado en el Cuartel de Artillería 42 de Córdoba, a sus 26 años de edad.
La sombra del vigilante se desliza a lo largo de la fachada de la casa de la maestra de escuela; se acerca; se detiene, pero no llama. Las tres mujeres suspenden su respiración y al hermano le zumban las sienes. Por fin la silueta se marcha al constatar que nadie está en esa casa. Todas ellas vuelven a respirar con tranquilidad y el hombre enciende un cigarrillo y la punta dorada lanzaba la ambiente una estrella de esperanza.
Todo ello ocurrió en 1937 cuando aún yo no había sido concebido. El que estaba en Córdoba, movilizado como artillero, era mi padre; quien había huido a Peñarroya y escondido en Baena era mi tío Arturo; las tres mujeres eran mi madre, la maestra, mi tía y mi abuela materna. Se habían todos refugiado en Baena, huyendo; las mujeres, desde Obejo, y asustadas porque a mi abuelo José, el médico, el 14 de Abril de ese año, 1937, fue condenado a muerte en Ronda, por masón, anticlerical y revolucionario y ejecutado. El panorama no era nada bueno y, a pesar de todo, en un permiso de mi padre, yo fui concebido a principios de Julio de 1937. Este embarazo permitió a mi padre dejar las posiciones de riesgo en 1938 y residir en Baena a la espera de mi nacimiento.
Este relato también es un recuerdo infantil de cómo mi madre me relató aquella terrible situación de guerra civil en Baena; siendo maduro, pude entender que la vida era más fuerte que el miedo y la muerte. De no ser por esa fuerza yo no hubiera nacido porque muy cerca de mí, estando en el vientre de mi madre, se bombardeó la cárcel en Enero de 1938 y estallaron los cristales de la escuela que estaba aneja a su casa.
Dicen que murió alguien en la calle Rosales. Yo solo sé que vivo y que disfruté de una infancia feliz en mi pueblo hasta que en 1950 se trasladara mi familia a Córdoba y que tuve la suerte de no tener conciencia de aquella guerra fratricida en mi querido pueblo.

(*) José Javier Rodríguez Alcaide es catedrático emérito de la Universidad de Córdoba e Hijo Predilecto de Baena.

NOTA: La fotografía corresponde a la Plaza de la Constitución, en una imagen publicada en 1935 por el periódico ‘Nuevas’.

Paseo antiguo

RELATO. UN CASTILLO LLENO DE SECRETOS, de Rodríguez Alcaide (*)

De niño yo creía que el castillo estaba lleno de secretos y me imaginaba que el señor de Baena tenía un salón en el que guardaba los mapas de las tierras que había conquistado. A ese salón del castillo-fortaleza se llegaba por un largo corredor abovedado en el que se notaba un frescor sepulcral. Entraba en el castillo por un adarve empinado en el que terminaba desorientado y atravesaba un dédalo de pasillos antes de llegar al salón, adornado por los blasones de las ciudades que el Duque había logrado para su señorío.
Un día entré en el salón sin ser visto y me encontré de pronto con el rostro siniestro del Duque como si estuviera a mi acecho. Aquel salón era de claridad incierta porque la luz entraba por unas vidrieras en pleno declinar crepuscular. Me impresionó un gran mapamundi, mucho mayor que los que de América y de Europa sobre hules había en el grupo escolar Juan Alfonso de Baena. La mesa del Señor era de olivo tallado y torneado, oxidado el barniz por el paso del tiempo y el olor a polvo salía de alacenas viejas llenas de libros en piel de cabrito encuadernados.
Allí estaba sentado el Señor de Baena como disuelto entre libros, como ensimismado en el estudio de alguna nueva batalla, entre el espesor de los muros del castillo, el silencio claustral y la escasa luz que entraba por las vidrieras. Me impresionó una gran bandera de seda blanca que albergaba cinco cabezas de moros degolladas y sangrantemente goteando motas rojas. El pendón, que reflejaba la conquista de Baena, se plegaba como un trofeo y era el centro de mira que atraía mi espantada mirada. El Señor de Baena no se percató de mi entrada clandestina, levantose y se marchó por un largo pasadizo hacia sus estancias privadas. Me quedé como único dueño de su salón que era como tesoro sepultado y necesitado de ser explorado.
Empecé a escudriñar el salón, los pendones y los mapas, de modo cauteloso y ligero temiendo que el fantasma del Castillo volviera tras mis pasos; en verdad, allí escondido, esperaba la señal de un prodigio. Soñaba con la gran espada del señor y buscaba su nombre en la empuñadura. El tiempo mío de exploración se escurría y supe que tenía que escapar del Castillo por alguna salida secreta.
Ahora de mayor, vuelvo con el pensamiento a aquellos fantásticos sueños, llenos de emoción y busco la huella que en mí dejaron, como aguijón que de vez en cuando me despierta. En aquel salón del Duque, clandestinamente abordado, me sentía como observado por un fantasma o por el anteojo del Señor del Castillo con el cosquilleo de quien espía y se cree a su vez vigilado. Yo era en el castillo y al mismo tiempo velador de armas, puesto de escucha, ventosa que succionaba cada escudo de armas y cada lomo de pesado libro. Siempre recordaré la mirada perdida del Duque; gris y distraída ante el pergamino, como un reproche inflexible por mi mala conducta. Cuando vuelvo a mis sueños el rostro del Duque se me hace familiar sobre el fondo de pendón de Baena y gozoso ante los decapitados con barba y turbante, pintados sobre la blanca seda. Y el Castillo siempre está entre nubes que forman su aureola y cuando despierto observo que la luz matinal ha disipado las nubes y el rostro del Señor Duque.

(*) José Javier Rodríguez Alcaide es catedrático emérito de la Universidad de Córdoba.

La imagen corresponde a un antiguo grabado del castillo de Baena.

Un castillo lleno de secretos

ANECDOTARIO BAENENSE (II). LA SEMANA SANTA

Francisco Expósito avanza un extracto de su nuevo artículo para el periódico Cancionero. Bajo el título «Anecdotario baenense (II). La Semana Santa», hace un recorrido por curiosidades de la celebración y por algunos aspectos que marcaron la festividad baenense.

«La Semana Santa de Baena reúne innumerables anécdotas y curiosidades que parecen poco creíbles, pero que llegaron a marcar y definir la celebración como se conoce hoy en día. Las historias de fervor cofrade, marcadas por la devoción y el esfuerzo de muchas personas, se mezclaron también con las de protagonismos y personalismos. Hubo décadas de apogeo, pero también de penumbra y abandono hasta llegar al esplendor de finales del siglo XX. Sin duda, los años veinte de la pasada centuria fue uno de los periodos de mayor impulso del movimiento cofrade en la localidad. En estas fechas tendría lugar la definitiva separación de colas. Si se busca un año en el que oficialmente se dejó escrito la postura irreconciliable entre la cola negra y la cola blanca ese fue 1924, cuando José Gan, el cuadrillero de la Quinta, pondrá ya límites irreductibles con la aprobación de un reglamento interno en su cuadrilla el 27 de enero de 1924. Este documento sellaba la imposibilidad de que un judío de la cola negra pudiera pertenecer también a la cola blanca en una cuadrilla, lo que después se extendió al resto de cuadrillas y a las distintas cofradías. Los reglamentos y estatutos fueron recogiendo pautas que ponían límites a que un cofrade de una cola pudiera asumir cargos de responsabilidad en otra de “signo contrario”.
Esos años de empuje de la Semana Santa también encontrarán movimientos de reacción y crítica por la actitud de algunos de sus miembros. En 1924 se habló mucho de la idea de algunos hermanos del Santo Sepulcro de hacer el recorrido de las estaciones de paisano y por el día. El corresponsal del Diario Liberal, Manuel Piedrahita, se mostró muy contrario a la iniciativa en un escrito: “Todos, absolutamente todos los baenenses, estamos obligadísimos a cooperar porque las procesiones resulten lo mejor posible y, por lo tanto, los que por una tontería quieren variar antiguas costumbres, quieren hacer la hermandad del Santo Sepulcro ande las estaciones de día, pecan de malos baenenses… Aún tenéis tiempo de cambiar de opinión, queridos amigos, y tener muy en cuenta una cosa: que las costumbres son leyes” (…).

ANCIANOS DEL ASILO COMO APÓSTOLES
Manuel Piedrahita Toro, que en 1926 escribió su famoso texto sobre el judío en la revista Andalucía, publicó durante esta década numerosos artículos sobre la Semana Santa, glosando la peculiaridad, pero también lamentando algunos aspectos que le mostraban profundo malestar. Es lo que sucedió con el desfile de los Apóstoles en el año 1927. La falta de hermanos provocó que se recurriera a ancianos del asilo para portar los atributos y ropajes durante la procesión del Viernes Santo, pese a que la fortaleza de muchos de ellos se había agotado hacía mucho tiempo. En un artículo publicado en Regeneración lamentaba esta actitud: “A eso no hay derecho. En nuestro nombre y en el de todas las personas sensatas del pueblo, de todas las personas que tienen de la caridad y el amor al prójimo un concepto elevado, protestamos enérgicamente del espectáculo tan poco edificante presenciado este año el Viernes Santo con la “hermandad” de los Apóstoles. Repetimos que no hay derecho a vestir a los pobres ancianos asilados de mamarrachos y hacerles caminar de esta forma durante todo el largo trayecto de la procesión, a pique de tener que recogerlos moribundos. Por estética, por escrupulosidad, por respeto a la vejez y por humanidad, no debe repetirse jamás el repugnante espectáculo de este año. El anciano que entra en el Asilo no lo hace para ser Apóstol, sino para descansar, para no hacer nada, porque nada puede hacer”.
La Semana Santa se había consolidado y movilizaba a miles de personas. El comentario sobre el mundo cofrade estaba presente durante todo el año. Eso es lo que llevó al corresponsal del Diario Liberal, en enero de 1930, a mostrar su hastío con el eterno debate cofrade. “Ambiente local. En cuanto pasaron los días de Navidad y del Año Nuevo, comenzaron, como de costumbre, las charlas de casinos, cafés y tabernas sobre la Semana Santa por venir y sobre los consabidos tambores. Nadie se acuerda de que el carnaval tiene que llegar mucho antes. ¿No es un poco idiota esto de no concederle ninguna importancia al Carnaval y concentrar todas las energías locales en un instrumento tan memo como el tambor? ¡Señores, vamos a divertirnos el Carnaval, que tiempo habrá también para vestirnos de judíos y darle al parche. ¿No les parece?”, recogía el periódico cordobés.
Unos años después surgirá la crítica por la incorporación de hermandades y estilos cofrades procedentes de otros municipios o provincias. El debate no es de ahora, sino que se remonta ya a los años treinta de la pasada centuria. El artículo se publicó en el periódico Nuevas en 1935, pero sitúa esta asimilación de costumbres foráneas en los años veinte: “Cuando se inició el impulso de nuestra Semana Santa hace unos doce o quince años los impulsores, al decir de algunos, se orientaron mal, porque en vez de resucitar las hermandades propias de nuestro pueblo que lamentablemente habían desaparecido, trajeron de fuera e implantaron otras diferentes que existían: ya en pueblos de la provincia (Puente Genil, etc.), ya de la gran maestra de procesiones, que es Sevilla”. En el artículo hacía una distinción entre los tradicionalistas y los innovadores: “Los tradicionalistas y los innovadores tenían razones en su pro y en contra de sus adversarios. Los unos se llamaban amantes de Baena, los otros reformadores, gente que traía nueva sabia”.

La imagen corresponde al desfile de los Apóstoles, en una imagen publicada en el libro «Semana Santa de Baena», de Luis Roldán Doncel, en 1965.

Anecdotario baenense1

BAENA AL CONTRALUZ: LAGO DE SILENCIOS, por Rodríguez Alcaide (*)

Lo más sencillo será que empiece en Baena; mejor aún, en el número dos de la calle Puerta de Córdoba donde pasé mi infancia hasta mis casi trece años. ¿Conoces a las gentes de Baena? Están siempre dispuestos a hacer cosas muy extrañas; por ejemplo, a tocar el tambor vestidos con casco de alférez napoleónico y chaqueta roja de grandes almacenes, como el Corte Inglés, o a cultivar los mejores olivos que no tienen nada que ver con los de Getsemaní. Son estas gentes de Baena, gentes excepcionales. Yo lo afirmo pues nací en esta villa y allí me crié hasta que en 1950 me marché a Córdoba.
La ciudad en la que nací me pareció siempre una hermosura geográfica, sobre todo en los claroscuros de otoño y en las tormentas agosteñas. Siempre verde olivar y oro trigueño; en los comienzos de una primavera lluviosa y fría se llena en sus partes bajas de una sábana de bruma extensible y una atmósfera muy sensible. Y arriba en la Almedina en el cambio de estaciones, mirando al este, se nota la vibración pujante de un viento que no llega a ser una ráfaga constante. En la Almedina, pasando de este a oeste, la ciudad cambia ante tus miradas; una, inundada de luz de poniente sobre un océano de olivos; otra, por el efecto de la luz poblada de contraluces y al fondo el hilo del agua del Marbella.
Yo me siento contento cuando hablo de Baena porque recuerdo mis juegos infantiles, mis estudios en los jesuitas en la calle Mesones, mis excursiones en bicicleta a la estación de Luque con parada y sosiego en la finca de Los Ángeles de los Valdelomar; siempre que salgo de mi pueblo, pronuncio en mi interior el saludo esperanzado de ¡Hasta luego!, a pesar de que el día que cogí el autobús de Alsina y Graell para Córdoba nadie agitó las manos para despedirme.
Ahora, a mis setenta y cinco años, me vienen los recuerdos: lagos de silencio en el océano de olivos, que rodean al pueblo, y por la pequeña montaña del sur su desierto de rocalla y de maleza, en mis tiempos de niñez plantado de vides; y mi calle hacia San Francisco de una pendiente cansina y cortada por calles transversales que abrazan la colina en la que se asientan las casa de los vecinos. Siempre mis oídos recuerdan el redoble del tambor de los misereres. Aquel tambor, los viernes de cuaresma, pasaba tan cerca de mí que me sacudía de pies a cabeza, que me dejaba aturdido y asombrado. Cuando dejé Baena con mis doce años cumplidos me parecía que los olivos levantaban las ramas para despedirme; ya que nadie cuando subí al autobús ondeaba sus pañuelos.
El autobús, terminado el curso escolar, con mi aprobado de tercero de bachillerato, me alejaba de las siluetas de las torres de San Bartolomé y Santa María La Mayor, que, pasada una curva de la carretera, dejarían de percibirse; cada vez que regreso de mi pueblo a Córdoba me trastornan punzadas de sensibilidad, de añoranza de aquellas pardas torres sobre su lecho de cal blanca. Nadie brindó en mi familia cuando salimos de Baena porque con la marcha mi último hilo se estaba rompiendo; fue ese hilo que unió a mis padres casualmente en Baena, ciudad en la que ejercieron por primera vez de maestros de escuela y en donde se hicieron vecinos de pan, aceite y vino, de tambor enlutado y de huerta.
A medida que la carretera me aleja de mi pueblo, viejos recuerdos, parecidos a efluvios, luchan en mí, sin saber cual será el resultado del combate; cual será el premio a mi apuesta, camino del desconcierto. El premio es la remembranza de una infancia feliz, con un hoyo en un trozo de pan candeal, inundado del virgen aceite y regado por una lluvia de azúcar que terminaba en una chupadura de dedos.

(*) José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

NOTA: La fotografía es una vista de Baena, rodeada de olivos, tomada en el año 2008.

Baena al contraluz

EL DÍA DE EUROPA, artículo de José-María Casado Raigón (*)

Tan sólo unos años después de enfrentarse en dos guerras civiles durante la primera mitad del pasado siglo XX, los pueblos de Europa fueron capaces de ponerse de acuerdo para crear el germen de la actual Unión Europea. Tras estas dos grandes guerras llamadas mundiales, pero especialmente europeas, empezó a tomarse conciencia de la necesidad de un acercamiento intraeuropeo, frente a la ola de nacionalismos que se extendía por Europa, con los más negros presagios.
Y un día como hoy, de hace sesenta y tres años, el 9 de mayo de 1950, una Declaración en favor del mutuo entendimiento entre vencedores y vencidos de estas cruentas guerras, va a cambiar por completo el rumbo de la Vieja Europa.
La Declaración pronunciada por Robert Shumann e inspirada en las ideas de Jean Monnet, contenía los elementos básicos que más tarde y con un enfoque global va a permitir ir completando la Unión Europea actual: creación de un mercado común con libre circulación de mercancías, servicios, personas y capitales y, en el horizonte próximo, construir, con todas sus dimensiones, una Federación de Estados Europeos.
La Declaración de 9 de mayo de 1950 no se concibió como un fin en sí mismo, pues los estadistas europeos, al crear la primera comunidad -la CECA-, trataban de trazar una senda pragmática y gradual, por la cual caminar en pos de un horizonte más lejano y de mayor trascendencia: la unión política europea a través de su previa integración económica.
En la actualidad, cuando Europa sufre por doquier serios problemas económicos, afloran conflictos de intereses entre los EE.MM. debidas, en unos casos, al diferente ritmo que cada Estado quiere imprimir al proceso de integración, y, en otros, a la diferente gravedad de los problemas derivados del propio proceso de integración -choques asimétricos-, cuyas consecuencias pueden ser bien diferentes para unas economías u otras. En este segundo caso aparecen las divergencias de intereses entre los llamados países del Norte y del Sur.
Es evidente que un proceso de integración económica -y política y social- como el que lleva a cabo la Unión Europea, compromete cada vez más la soberanía nacional -moneda, hacienda y defensa, básicamente- y los gobiernos y ciudadanos se sienten cada vez más desprovistos de sus antiguos ropajes. En ese nuevo escenario afloran viejas y tristes figuras que, dejados llevar por la posición más cómoda e individualista, podemos clasificar en dos apartados. El primero, formado por aquellos que expresan su supuesta o real contrariedad de manera individual o grupal. Son los llamados, benévola y eufemísticamente, euroescépticos. Tratan de minar el proceso de integración porque, salvo en contadas y respetables excepciones, representan grupos de ignorantes o grupos de interés, que no contribuyen al necesario debate europeo con sus aportaciones. Todo es negado por ellos, nada reconocido.
El segundo grupo, más preocupante y organizado, es el integrado por aquellos que se manifiestan siempre de manera grupal. Son los nacionalistas y populistas que, en un escenario como el europeo que atraviesa lógicas y cíclicas dificultades, tratan de obtener ganancias con su discurso trasnochado y antediluviano a través del que reclutan, en muchos casos, a ignorantes y a algún que otro euroescéptico de corte nacionalista.
Se trata, en este segundo caso, de grupos con intereses predeterminados y tendenciosos que juegan con los intereses de algunos ciudadanos y sacan provecho de un discurso simple y monolítico, ajeno al tiempo y al espacio. Un discurso que alienta una emoción primaria -y cuasi tribal-, más allá de la solidaridad, que debe primar sobre el egoísmo.
A pesar de agoreros y aguafiestas el logro de un espacio económico, social y político europeo en el que sea posible el reparto de los beneficios de la integración a todos los niveles y se minimicen los perjuicios, no es una tarea imposible como se ha venido demostrando a lo largo de los sesenta y tres años de existencia de la Unión.

(*) José-María Casado Raigón es economista y decano del Colegio de Economistas de Córdoba.

NOTA: El artículo se ha publicado hoy en Diario Córdoba. Os incluimos el enlace.

http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/el-dia-de-europa_802431.html

El dia de Europa

LA GUERRA HA TERMINADO, relato de J.J. Rodríguez Alcaide (*)

Todas las casas lo supieron al mismo tiempo, porque casi todas las casas escuchaban la radio: La guerra había terminado; yo acababa de cumplir un año. Mis padres miraron la radio con incredulidad; la radio en esos días era esa maravillosa invención que anunciaba el fin de la guerra. Las manos de mi padre manoseaban los botones de su chaqueta con la esperanza de volver a oír aquel parte de guerra; el último, por fin. Empezaba una nueva Baena o mejor una Baena muy anterior a la terrible tragedia.
Empezaba el día después, en el que todos los vecinos de Baena deberían hacer examen de conciencia al tiempo que empezarían a suceder cosas inquietantes. Era tiempo de primavera y comenzaba un periodo de represión. Yo había iniciado mi andar a los doce meses de edad y el pueblo estaba en vacaciones de Semana Santa. El martes de resurrección mis padres, maestros, volvieron a la escuela; ya no tendrían que preocuparse de qué clase de bandera deberían izar. Y la iglesia, los domingos volvía a llenarse, quizás con esperanza y por precaución. Todos los grandes propietarios se hicieron en el atrio presentes. Entonaron ¡Gloria in excelsis Deo!
Desde esa fecha algunos baenenses hubieron de estar escondidos; en las montañas de la subbética en lugar de en el desván; la cárcel no era más ancha que el desván y en éste no corre el aire que vibra en la montaña. Algunos vivieron ocultos hasta 1946; otros no pudieron ocultarse y fueron apresados. Muchos residentes de Baena trataron de no ser vistos por los convecinos tanto si se trataba de comer como de escuchar la radio; por eso se fueron a la montaña; para no tener que tratar de contener la respiración; otros intentaron disfrazar la identidad y la edad. Los que perdieron la guerra volvieron a la edad del miedo porque escondido no se puede vivir feliz, sino vivir sencillamente a secas. Se escondieron por miedo a su propia vida anterior, complicada por el desprecio por la vida de los demás.
Baena estuvo corrompida por el miedo desde enero de 1936; y siguió para algunos el miedo hasta 1946; miedo a morir de hambre, miedo a ser encarcelado y suprimido. Fue un tiempo en que la gente se espiaba, se buscaba, se atacaba; tiempo de chismes, de desaprobaciones, de inscripciones en las paredes; de saqueos. Tiempo de postguerra que se vio obligado a la ilegalidad para respetar la legalidad humana. Tras toda guerra siempre hay desbordamiento de odios.
Cerca de mi casa vivía la familia del “Transio”. Fue uno de los baenenses que, según me contaron mis padres, fue ejecutado, entre otros muchos, en junio de 1939, cuando yo apenas contaba quince meses de edad. Según iba creciendo yo miraba con mayor curiosidad aquella casa, porque jamás mis padres me describieron su figura ni la de su madre. Siempre me enseñaron a curarme la enfermedad del odio y a creer en el valor de la honradez, la verdad, de la inteligencia y la belleza, y, sobre todo, en el corazón bueno del ser humano.
Como padres y maestros me enseñaron a poder vivir con la bondad, la belleza y la honradez. Refiero lo que me relataron cuando ya pude entender algo de Baena. Terminada la guerra se desvanecieron los ruidos de las culatas pero no los cuchicheos entre los vecinos; muchas madres, que perdieron a sus hijos en un bando u otro, estaban cansadas de su piedad, en su soledad, de su horizonte. Dejaron de circular por las calles uniformes militares que estuvieron durante años dirigiendo miradas inquisidoras a las ventanas cerradas. Baena, poco a poco, fue recobrando la paz y dejándose de oír suspiros de cansancio. Las escuelas esperaban a sus maestros y las tahonas a los panaderos.

(*) Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

La guerra ha terminado

EL CAMPO DE BAENA, DE JOSÉ JAVIER RODRÍGUEZ ALCAIDE (*)

Delante de la casilla de su huerta estaba Domingo Ortiz, sentado al abrigo del viento en su silla de anea, descortezando mimbres. El Marbella, pasado el Tinte, hacía correr sus aguas irritado por el viento hacia el Calabazar. Domingo, acurrucado ante la puerta, se ponía al abrigo tras los tallos de los mimbres. El viento mecía los nidos de gorriones, escondidos entre los juncos, que estaban hechos de la borra de los álamos cuando están en flor.
Yo recuerdo a Domingo Ortiz, mi vecino, haciendo los machos de su huerta, binando sus lechugas y también desmochando los alcauciles. Era un hombre que sabía arar con su mulo y respetar a sus vecinos. Volvía al pueblo cuesta arriba desde las huertas hasta su casa en Puerta Córdoba y traía garbas de yerbas para alimentar a sus acémilas y a sus conejos. Nunca vi a Domingo triste, descolorido y huraño; andaba de modo templado y reposado al paso de su mulo.
Me gustaban las huertas en el tiempo en que las cosechas entran en sazón, como cuando por San Juan empezaban a movilizarse cuadrillas de segadores morenos con sombrero y cara tapada. Bajaban a las mieses de dos en dos con la hoz en bandolera y sus cuerdas para atar las gavillas.
¡Qué trigos tan hermosos y qué trigales tan espesos de caña larga! Yo disfrutaba viéndolos ondear enrojecidos de amapolas, al compás del viento. Un año, recuerdo, que no había suficientes hoces para tanta siega. Y una tarde el encuentro de Domingo Ortiz con los segadores comenzó con el desgranar de espigas en el umbral de su casilla y con el resplandor del sol en la plata de la hoz que quedaba en la piedra. La mesa estaba limpia como una hoja de avena y Domingo puso berenjenas a la parrilla y rodajas de cebollas frescas a la lumbre de las ascuas de la hoguera. Llegada la tarde, empezaron a quemar una fajina de ramas de olivo que aún quedaban secas sin haber sido comida para las cabras de Miguel, mi otro vecino.
La vida de Domingo Ortiz era paciente y sobria, ufana y alegre; encorvado sin ser muy viejo, siempre subía de la huerta con el mulo cargado de podas de olivo. Para él el pan enmohecido anunciaba una primavera húmeda y las tinieblas de junio presagiaban sequías ruinosas en la cosecha siguiente y cuando llovía por la Candelaria avizoraba abundante cosecha.
Disfruté viendo a Domingo uncir el arado romano a su mulo nervudo; contemplé cómo se desmenuzaba silenciosamente la tierra de la huerta y como el mulo seguía el surco sin parar hasta el final de la tabla. El mulo arrastraba el arado con el hocico bajado hasta la tierra y con el cuello extendido como cuando se tensa un arco. Nunca el mulo se torcía bajo la dirección de mi amigo el hortelano. Cuando Domingo finalizó su tarea se dedicó a coger tallos de juncia y a podar ramas de olivo.
Domingo empezaba su jornada muchas veces antes del alba y la luna lo ha visto más de una vez encorvado sobre el surco en el invierno; pues la huerta no da nada si su tierra no se golpea palmo a palmo. Y por San Juan la gran llamarada de secas ramas de olivo saltaba en chispas al aire durante todo el tiempo y yo saltaba a la farándola volando entre el chisporroteo de las ramas secas. Recordaré siempre el crujido de los ramones de olivo y las hoces fuera de sus vainas y la verbena sobre la hoguera, el día de la Candelaria.

(*) José Javier Rodríguez Alcaide es catedrático emérito de la Universidad de Córdoba

NOTA: El texto se ilustra con una imagen de las huertas de Baena, en el paso del Marbella por la zona del Tinte.

El campo de Baena

MI VECINO, EL HORTELANO, de Rodríguez Alcaide

Mientras la arena de los días se deslizaba grano a grano por el reloj, que medía las horas, los hortelanos de la plaza vieja y de Puerta Córdoba se empeñaban en creer que su tiempo se detenía en el azud del Marbella ¿Qué es un día, qué es un año sin el azud y las huertas? En aquel tiempo de mi barrio nadie se daba cuenta de lo que tramaban en la naciente industria de los molinos de aceite, que podían ser la salvación de unos y la perdición de otros. En los años cincuenta, almas audaces y no acongojadas, emprendieron su marcha a Pont de Sue en el pirineo español; sabían que emigrar era ponerse a merced de los ídolos del progreso catalán pero desterrados de los olores calientes del aceite y alpechín molineros.
El hortelano, vecino de frente de mi casa, no tenía vocación de aventurero, porque tenía trabajo en su huerta a la que bajaba desde el final de Amador de los Ríos al Marbella, sea para el rábano y la col en invierno, o la lechuga y la patata en primavera. Este hortelano, cuando yo era niño, me pareció alto como un árbol, álamo negro, que daba sombra a mi casa. Mi amigo tomaba el burro, tras desayunar un café con aguardiente, y salía a la tenue luz del amanecer; yo oía el tintineo de la campanilla de la acémila al pasar, cuesta abajo, por el empedrado de mi calle y me preguntaba cómo el diablo no tenía ánimos de insultarle por salir a faenar de mañana y tan temprano.
Un día bajé con él a cosechar patatas en primavera. Con las piernas abiertas, Domingo, levantaba la azada entre sus manos y con mi asombro la dejaba caer con terrible fuerza alrededor del macho en que se enraizaba la patatera; me maravillaba como escarbaba el limo filamentoso e iba dejando las patatas al borde de la zanja abierta; tieso y acompasado azada tras azada, dejaba a un lado la azada patatera y blandía la herramienta con la misma unción que un sacerdote eleva el cáliz al cielo o un herrero su martillo en el fuego. El surco quedaba hecho y el macho para la nueva siembra.
Recuerdo el húmedo olor de la tierra, el humo cubriendo el frescor de las patatas y la buena tortilla que mi madre me iba a hacer con el aceite de oliva y los huevos frescos del corral del patio trasero de mi casa. Domingo me llenó de patatas una pequeña talega y él completó dos sacos de yute que cargó sobre los lomos de su acémila. Subimos el burro, Domingo y yo, de las huertas; arrancamos los pellos de arcilla que se habían pegado en los talones. Domingo en su huerta era el universo cristiano de la paciencia, deshojando los días desde su casa a la huerta y viceversa, siempre ligado a las hortalizas de su tierra. El sábado se afeitaba en la barbería de Pablo y el domingo se perdía Domingo rezando entre la naturaleza.

José Javier Rodríguez Alcaide.

(*) La imagen corresponde a una huerta de Castro, en el año 2004.

Mi vecino el hortelano

LA FIESTA DE LA LECHUGA

por José Javier Rodríguez Alcaide (*)

El lunes de Pascua de Resurrección, a mediados de Abril, entre la muchedumbre, que desde San Francisco bajaba al Marbella, estaba yo con mis padres. A lo largo del agua estancada de la azuda y entre juncias y juncales se agitaban los baenenses festivos, alegres, que llevaban consigo las canastas con algunas vituallas. Mis amigos y yo, animados por el gozo de estar al aire libre en las huertas, con nuestras piernas delgadas de tanto subir y bajar cuestas, pálidas y huesudas, alborotábamos y corríamos por senderos y regueros de las huertas. Los mayores, como mis padres, compraban cogollos blancos y dorados de lechugas que se lavaban con el agua que corría por el canalillo de desagüe de la azuda. Los más viejos avanzaban lentamente con sus piernas cansadas por la pendiente de la cuesta. No había mozuelos y mozuelas pues se habían despistado entre los tarajes de las riberas. Con no mucha frecuencia pasaban algún burro o alguna mula camino de las más alejadas huertas, meciendo sus serones a lo largo de la ribera del Marbella. Recuerdo a un ambulante vendiendo garbanzos tostados y altramuces, bajo un sol radiante de primavera en un cielo azul rutilante. El cogollo de la lechuga fresca, recién lavada, me sabía a gloria, si mi madre le sacudía en sus hojas un microsurtidor de sal. Saciaba el hambre mucho más si mi madre me daba medio huevo duro que el día anterior había hervido al baño María.
Era peligroso aventurarse al lado del agua estancada de la azuda. Lo mejor era sentarse en una piedra y no intentar meter los pies en el remanso. Risotadas y griterío de niños y murmullo de los mayores, que acompañaban al mediodía a la lechuga con un trago de vino. Yo no recuerdo que hubiera bocadillos ni cervezas, porque esas dos viandas no estaban en el entorno de mi niñez en Baena. Yo recuerdo el limpio cielo azul y a mi padre fumando un cigarro que había liado con papel de fumar y picadura de tabaco en una maquinilla especial que teníamos en casa.
A eso de las cuatro de la tarde volvíamos de las huertas con el rostro cansado, sudoroso, alegre, tras haber correteado y jugado como si estuviésemos en un campo de batalla. Algunos se quedaron hasta el crepúsculo de la tarde, pero jamás fuimos los niños que regresábamos a casa con nuestros padres.
Supongo que a la caída del sol el murmullo en las huertas sería imperceptible. Yo aguardaba la oscuridad de ese día en la quietud del patio “emporlado” de mi casa. Todavía tengo grabada en mi memoria gustativa es sabor de la hoja fría, fresca y dorada de la lechuga y en la olfativa los olores a yerbabuena y a estiércol de las huertas y el caminar cansino del mulo, tirado del cabestro por Domingo Ortiz, de regreso a la cuadra de su casa. Sentado en el dintel de la puerta de mi casa, Domingo subía acansinado, mientras yo lo observaba, y con los dientes arrancaba las pellas blancas de las hojas de los alcauciles tardíos que trajimos de las huertas y que mi madre depositó en el alcadafe.
Y en un baño de cinc, lleno de agua y calentando al sol abrileño, mi madre me enjabonaba para limpiar mi cuerpo sudoroso y aparecer el martes de Pascua de Resurrección bien aseado en el Colegio de los Jesuitas, sito en calle Mesones.

(*) Hijo predilecto de Baena.

LA FIESTA DE LA LECHUGA

Por José Javier Rodríguez Alcaide (*)

El lunes de Pascua de Resurrección, a mediados de Abril, entre la muchedumbre, que desde San Francisco bajaba al Marbella, estaba yo con mis padres. A lo largo del agua estancada de la azuda y entre juncias y juncales se agitaban los baenenses festivos, alegres, que llevaban consigo las canastas con algunas vituallas. Mis amigos y yo, animados por el gozo de estar al aire libre en las huertas, con nuestras piernas delgadas de tanto subir y bajar cuestas, pálidas y huesudas, alborotábamos y corríamos por senderos y regueros de las huertas. Los mayores, como mis padres, compraban cogollos blancos y dorados de lechugas que se lavaban con el agua que corría por el canalillo de desagüe de la azuda. Los más viejos avanzaban lentamente con sus piernas cansadas por la pendiente de la cuesta. No había mozuelos y mozuelas pues se habían despistado entre los tarajes de las riberas. Con no mucha frecuencia pasaban algún burro o alguna mula camino de las más alejadas huertas, meciendo sus serones a lo largo de la ribera del Marbella. Recuerdo a un ambulante vendiendo garbanzos tostados y altramuces, bajo un sol radiante de primavera en un cielo azul rutilante. El cogollo de la lechuga fresca, recién lavada, me sabía a gloria, si mi madre le sacudía en sus hojas un microsurtidor de sal. Saciaba el hambre mucho más si mi madre me daba medio huevo duro que el día anterior había hervido al baño María.
Era peligroso aventurarse al lado del agua estancada de la azuda. Lo mejor era sentarse en una piedra y no intentar meter los pies en el remanso. Risotadas y griterío de niños y murmullo de los mayores, que acompañaban al mediodía a la lechuga con un trago de vino. Yo no recuerdo que hubiera bocadillos ni cervezas, porque esas dos viandas no estaban en el entorno de mi niñez en Baena. Yo recuerdo el limpio cielo azul y a mi padre fumando un cigarro que había liado con papel de fumar y picadura de tabaco en una maquinilla especial que teníamos en casa.
A eso de las cuatro de la tarde volvíamos de las huertas con el rostro cansado, sudoroso, alegre, tras haber correteado y jugado como si estuviésemos en un campo de batalla. Algunos se quedaron hasta el crepúsculo de la tarde, pero jamás fuimos los niños que regresábamos a casa con nuestros padres.
Supongo que a la caída del sol el murmullo en las huertas sería imperceptible. Yo aguardaba la oscuridad de ese día en la quietud del patio “emporlado” de mi casa. Todavía tengo grabada en mi memoria gustativa es sabor de la hoja fría, fresca y dorada de la lechuga y en la olfativa los olores a yerbabuena y a estiércol de las huertas y el caminar cansino del mulo, tirado del cabestro por Domingo Ortiz, de regreso a la cuadra de su casa. Sentado en el dintel de la puerta de mi casa, Domingo subía acansinado, mientras yo lo observaba, y con los dientes arrancaba las pellas blancas de las hojas de los alcauciles tardíos que trajimos de las huertas y que mi madre depositó en el alcadafe.
Y en un baño de cinc, lleno de agua y calentando al sol abrileño, mi madre me enjabonaba para limpiar mi cuerpo sudoroso y aparecer el martes de Pascua de Resurrección bien aseado en el Colegio de los Jesuitas, sito en calle Mesones.

(*) Hijo predilecto de Baena.

Fiesta Lechuga