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RELATO DE RODRÍGUEZ ALCAIDE

Nuevo relato de José Javier Rodríguez Alcaide en el que recuerda sus vivencias en Baena. Lo ilustramos con un magnífico cuadro de Paco Ariza, titulado «La cabra», presentado en una de sus últimas exposiciones celebradas en Córdoba.

MIGUEL, EL CABRERO
Tenía la cabreriza a la entrada de Plaza Vieja, que se inclinaba en pendiente hacia los techos de San Francisco. Temprano, en el redil, en los límites de mi casa, Miguel empezaba a ordeñar. Él sujetaba la cabra por el hocico para inmovilizarla ante el cabrito que quería mamar. Yo oía la berrea de las cabras, nerviosas para salir a las veredas de las cunetas. Todos los días, mi amigo, llevaba la cabra deshijada a su padre, el ordeñador, quien, más mudo que una noche oscura de invierno, exprimía de sus ubres hinchadas y turgentes leche caliente, que brotaba a chorros y caía espumosa dentro del jarro y que luego yo bebía para desayunar. Siempre le acompañaba un perro que se acomodaba con el hocico sobre el empedrado. Cada mañana, mi amigo Miguel, ayudaba a ordeñar la cabra, que me daba leche para desayunar. Después de vender la leche a los vecinos, a eso de las doce y media, cuando la escuela terminaba para ir cada uno a almorzar, el rebaño de Miguel salía alegre hacia las tierras ocres de cereal.
Con el rebaño y Miguel fui un día a una gran era, que rebosaba de gavillas, a contemplar un círculo de mulos patear las garbas para desgranar; siempre los cascos metidos en la parva, polvorienta y tortuosa. ¡Qué montañas de espigas destrozadas; luego se iban a trillar! El trillo hacía saltar torbellinos de mieses y las raspas de las espigas volaban a los hocicos de los mulos al trillar. Me impresionó su hocicos espumeantes y babosos y el remolino de viento que ayudaba a aventar.
Tengo en mi memoria a Miguel y a su rebaño, cercano a la era en una vereda de un arroyo; a la empedrada era, al aventador, las fajinas, los mulos, el trillo, la parva, la paja volando hasta su adecuado lugar.
Volvimos, Miguel y yo, a la caída de la tarde más ligeros que las cabras, franqueando de un salto los caminos bajos y llevando la fragancia del trigo recién trillado en las fosas de nuestra nariz. Curiosamente en las huertas, detrás de los mulos, había hortelanos encorvados hacia el romano arado para uniformizar los masacotes de terrones. Ya ha terminado la siega y la trilla y ya no se veían las rubias mieses sino los ocres campos que cuarenta años más tarde magistralmente pintara mi amigo Paquito Ariza. Ya no subían segadores los sábados al pueblo pero sí bajaban los puercos del Concejo a los espigaderos. Ya no había oro sobre los campos de Baena ni gavillas que llevar a la era. Las gavillas desaparecían y en su lugar la paja formaba un almiar, recubierto de matas ramosas o de retamas de los arroyos cercanos a las besanas del lugar.
Al volver, siempre recordaré los vapores ligeros y húmedos del río Marbella y a las cabras como un enjambre siguiendo a Miguel, como si fuera su reina, que enfilaban al atardecer hacia la cabreriza. Joven Miguel, capitán del rebaño, tanto si el sol abrasa como si muge el cierzo, siempre con sus cabras sale el primero después del ordeño.
Ese día lo recuerdo perfectamente porque al atardecer empezó tumultuosamente una tormenta seca de verano, que tan frecuentes eran en los agosto-septiembre de mi niñez. Me encerré en mi casa, mi madre cerró ventanas y postigos, y en silencio esperamos que dejara de tronar.

La cabra

RELATO DE JOSÉ JAVIER RODRÍGUEZ ALCAIDE

Hoy cumplo 75 años de edad. A esta edad todavía se puede divisar en la lejanía una tierra exuberante de verdor, unos despachos embellecidos por mi trabajo, unos datos que proclamarán la utilidad de mi esfuerzo. No podré levantar una pirámide, ni una nueva torre, pero sí un romántico castillo en el que pasar los días que me queden; un castillo construido y forjado en ideas, visiones y ensueños.
A mis setenta y cinco años puedo contar algunas historias como hace cualquier abuelo a sus nietos, pero en ninguna de estas historias deambulaban fantasmas que generen pesadillas. La vida es larga y hay que bailarla con cuidado procurando no pisar con las suelas de nuestros zapatos ningún corazón humano. He pasado esta vida con arrepentimientos pero sin remordimientos porque creo no haber pretendido hacer mal a alguien. También la he pasado con agradecimientos a Dios por no haber fallecido en un accidente de carretera y en otro de ferrocarril; por no haber tenido miedo ni temblado la tarde-noche del 23 de febrero de 1981. Agradezco al Señor el que pensamientos abrumadores no invadieran mi cerebro en ese fatídico día del golpe de Estado, pensando en una marcha fúnebre.
Ayer cumplí cuarenta y cinco años de matrimonio con Maribel. Esa vida, sonata pasional, polca alegre, pasodoble juncal, bolero melancólico y canción popular ha pasado vertiginosamente. Hemos pasado, ella y yo, por el quirófano. Ella no solo para parir dos hijos y yo para poder seguir caminando a pie. Hemos conseguido expulsar el hambre con nuestro trabajo y ella ha dado un aire alegre y jubiloso al hogar. A los sones de su alegre voz bailan juntas en casa, cuando llegan nuestros nietos, la alegría y la actividad culinaria. Yo admiro su vanidad de ser abuela.
A mis setenta y cinco años no tengo que olvidar malos recuerdos ni que dominar miedo alguno. No hay risas burlonas respecto de esta larga vida ni la contradicción entre taberna e iglesia. No tengo quejas que me hagan destrozar el compás de mi vida, que jamás se alimentó de cuentos fantásticos.
Ahora estoy escribiendo, en la cocina de mi casa, cubierto el cielo de nubes amenazadoras sobre la piscina de la comunidad. Solo, con las cortinas corridas y la luz encendida, siento en mis espaldas los estremecimientos de mis años. Miro al recibidor y nadie está oculto acusándome de algo malo que yo haya hecho. He pasado una vida sin miedos pues no me han amedrentado las noches y sus silencios. Nunca he tenido que arrebajarme en la cama y taparme la cabeza con una manta.
No se si llegará el día en que derrame lágrimas de anciano o que mi cabeza se incline sobre mi pecho en muda oración implorando consuelo. Ahora alzo los ojos al cielo en agradecimiento por haber podido mitigar mis dolores lumbares de juventud y madurez. Pido al Señor no entregarme a la desesperación ni al impotente lamento.
Despedí mis setenta y cinco años en la iglesia de San Lorenzo, junto a mi mujer, en los oficios del sábado de Gloria. Fue una vigilia magnífica que finalizó pasadas las diez de la noche. Gallardía de la luz de las velas de quienes llenábamos el templo y fortaleza del agua que da la vida. Luz para la resurrección de mi vida que se agota; agua para vivir esa resurrección. Luz de dos velas que en el Sábado Santo de 2011 habían retornado a casa y que el pasado día 30 volvieron a lucir para entrar en nueva resurrección. Luces, portadas por Maribel y por mí mismo, que esperan un nuevo sábado de vida en 2014. El campanilleo de campanillo del altar mayor fue sonido de buen agüero. Dios no nos ha enviado lobos a nuestra vida conyugal sino el placer de la abnegación. No ha habido infernales cascabeles en nuestra vida y por ese regalo debo dar gracias a Dios.
Creo sinceramente que mi vida no ha sido un bosque desierto; he vivido la felicidad en mi hogar residencia; por eso no debo economizar en salmos de agradecimiento a Dios y a mis amigos y compañeros. Deben mis cantos alabar al Señor por estos años de dicha. Mi corazón se llenó de gozo al contemplar centenas de luminarias que resplandecieron en el oscuro templo de San Lorenzo y se elevaron al cielo. Luces que embellecen y que esparcen resplandores contemplando la resurrección de la vida. No ha habido cuervos anunciando desgracias en mi vida.
Y en este año de 2013, con seis días de anticipación a mi cumpleaños, el Ayuntamiento de Baena me honra con el título de hijo predilecto de ese pueblo que me vio nacer. Ese nombramiento me descubre la belleza del corazón humano y la cortesía nada novelesca y vana. Y la sensibilidad de dos mujeres, María Jesús, alcaldesa de Baena y Amalia portavoz de la oposición. Ese nombramiento, como hijo adoptivo ha hecho mi camino de Córdoba a Baena, llano, sin piedras, sin montañas ni ríos, para llegar a la Almedina bailando y cantando. En este día lluvioso las brumas se han reabsorbido como por arte de magia.
Un día de promesas es este en el que la florecilla de mi nieta vendrá a cantarme su jocoso “cumpleaños feliz”. María, mi nieta, revestida con los fulgores de su hermosura, me anunciará todo lo bueno y bello que me está por venir. Viva, como un rayo; disfrutará del flamenquín y tortilla de patatas que durante dos horas le ha estado preparando con mucho amor su abuela.
Yo, ahora, espero que se cumpla mi sueño: ver tierra de exuberante verdor y tener la perspectiva sana y clara para contemplar mi esfuerzo, agradeciéndoselo a Dios.

JJ R Alc 75 años

LA DENOMINACIÓN DE ORIGEN BAENA (II), por Francisco Expósito

En el año 1982 se constituyó Aceites de Oliva Vírgenes de Baena (Abasa) como primera envasadora de la denominación de origen. Integrada por las cooperativas y las sociedades agrarias de transformación de la zona, eligió como primer presidente a José Javier Rodríguez Alcaide. Abasa situó los aceites de la comarca entre los más reconocidos de España. La Casa Real era una habitual consumidora de los vírgenes extra de la denominación, que llegaron a las vitrinas de la mayoría de establecimientos ‘gourmets’ de todo el país. Esa trayectoria sería reconocida en 1989 por la Junta de Andalucía con el premio ‘Galeón’ a la calidad, aunque esa brillante andadura se vio truncada por la competencia que surgió con el registro de nuevas envasadoras y la pérdida de confianza de los accionistas. Eso provocó a finales de 2000 la entrada del grupo Coricelli en Abasa al alquilar sus instalaciones y, posteriormente, culminaría con la adquisición mayoritaria de las acciones por la empresa italiana.
Los cambios en la denominación de origen comenzaron a producirse en 1985 al asumir la presidencia del consejo regulador Cristóbal Lovera Prieto. El 26 de octubre de 1987 fue aprobado definitivamente el reglamento, iniciándose un proceso que pretendía avanzar en el control de calidad y en la promoción de los aceites. Así, en 1988 se creó el panel de catadores y se emprendieron acciones promocionales dirigidas a periodistas y críticos gastronómicos. El consejo regulador adoptó la estructura y los procedimientos de los organismos de certificación establecidos por la Unión Europea, implantando la norma de calidad EN-45011. El aceite de la zona era conocido como uno de los mejores del mundo entre los críticos. El consejo potenció esa calidad con la creación de unos premios anuales que reconocerían el buen hacer de las almazaras del marco.
Una de las campañas de promoción llevó el aceite de Baena al museo Thyssen en octubre de 2000. Allí se entregaron los premios de la bienal de pintura convocada por la denominación de origen. Era uno de los pilares de una ambiciosa promoción en la que participó el sector productor y las mancomunidades del Guadajoz y de la Subbética. La denominación seguía creciendo y en estos años pasó de 10 almazaras a 18 y de 3 envasadores-comercializadores a 20. Los agricultores y envasadores de Castro del Río se incorporaron a la denominación en diciembre de 2000.
Una de las últimas iniciativas del periodo presidido por Cristóbal Lovera fue la presentación de la revista promocional de la denominación de origen, que posteriormente se impulsaría bajo la presidencia de Agustín López Ontiveros. Durante el mandato de éste, iniciado en julio de 2001, se produjo la entrada de Cabra en la zona de producción (diciembre de 2003) y se inauguró la nueva sede en la antigua Casa del Monte de Baena (2004). En la actualidad, el consejo regulador está presidido por Francisco Núñez de Prado.
«La denominación -decía en 2002 José Javier Rodríguez Alcaide- es un bien común y todo el mundo puede participar, pero dando y no queriendo siempre recibir. Tienen la obligación de mantener el liderazgo y el orgullo de ser el líder, o si no se vendrá todo abajo. Hay que mantener la moral y el compromiso. Menos boca a boca y más apoyos de todos». Ahora, con un sector absolutamente globalizado, se presentan importantes retos de comercialización, se exige una mayor concentración entre empresas y, por qué no, buscar la unificación de esfuerzos hacia una estructura que permita impulsar las ventas de la zona y llegar al trabajo conjunto con otros distintivos de calidad aceiteros.

DO Baena II

LA DENOMINACION DE ORIGEN BAENA (I), por Francisco Expósito

La calidad de los aceites venía siendo reconocida desde hacía décadas. Los olivareros de Baena, con la incertidumbre de lo que sucedería en el sector ante las incipientes negociaciones de incorporación de España a la UE, solían llevar sus producciones a las cooperativas de Guadalupe y Germán Baena, tras la progresiva desaparición de industriales que se registró en las décadas anteriores. No se hablaba aún de envasar el aceite en botellas de vidrio o latas de 5 litros, sino que se vendía en grandes barricas de 25 o 50 litros. El baenense José Javier Rodríguez Alcaide ocupaba en aquellos momentos el cargo de secretario general técnico del Ministerio de Agricultura, mientras en Baena el Partido del Trabajo de Andalucía (PTA), en coalición con el PCE, asumió el gobierno municipal al imponerse en las primeras elecciones locales convocadas tras la Dictadura.
En estas circunstancias reapareció en Baena un proyecto que trataba de unir la calidad del aceite con la promoción para conseguir que el valor añadido del producto se quedara en la zona. Si a inicios de los setenta la solicitud para crear una denominación se quedó olvidada en el cajón de algún funcionario, en 1978 ya existía un movimiento asociativo de los olivareros de Baena y comarca que no tendría freno. En esos meses se celebraron multitud de reuniones en las que se explicaron los requisitos, las exigencias de calidad y control de todos los procesos productivos. Las cámaras agrarias, los ayuntamientos y las hermandades de labradores y ganaderos respaldaron unánimemente el proyecto. José Javier Rodríguez Alcaide recordaba en 2002 cómo surgió el impulso definitivo: «Vinieron a visitarme una serie de agricultores para hablarme del olivar de Baena. Les dije que la manera en que podía ayudarles era impulsar una denominación de origen, puesto que la zona tenía calidades excepcionales para que pudiera ser amparada por el decreto de 1972, que es el que regula las denominaciones de calidad».
Había que decidir también el marco de producción de la futura denominación. Junto a Baena, Zuheros, Luque, Doña Mencía y Nueva Carteya se unieron desde el principio a la iniciativa. Castro del Río y Priego también se incorporarían después al proceso, aunque ninguno de los dos municipios entró entonces. En Castro se quiso incluir la zona de La Mata en el distintivo, aunque al final no existió acuerdo entre los productores por la dificultad que entrañaba diferenciar la aceituna de un olivar de este paraje de Castro de otro del mismo municipio. Las divergencias por el nombre con el que se conocería la futura denominación separó a Priego del proyecto.
La ilusión de los olivareros de la comarca de Baena sería reconocida finalmente en marzo de 1981, cuando el Boletín Oficial del Estado (BOE) publicaba una orden del Ministerio de Agricultura en la que se concedía una declaración provisional, a pesar de que desde 1978 ya existía un proyecto consolidado. Entonces se eligieron a los representantes del consejo regulador. El primer presidente fue Julio Berbel, delegado provincial de Agricultura.
Pero quedaba aún mucho por andar. Había que elaborar el reglamento del consejo regulador y era necesario crear una envasadora para comercializar los aceites amparados.

DO Baena

DOS SUFRIMIENTOS DE MI INFANCIA

Llegó una carta de mi abuelo paterno, quien vivía en Córdoba, para que yo fuera a pasar unos días con él en su casa, arrendada en la Puerta del Rincón de aquella ciudad. Era en marzo, unos diez días antes de San José; en ese día se celebraba su onomástica, pues se llamaba Pepe. Mis padres en aquel año, después de la gran sequía de los años 1945 y 1946, por no tener coche para ir a Córdoba debían tomar la “Alsina”, que así se denominaba el autobús que llevaba a Córdoba y que pertenecía a la empresa Alsina Graells. Unos días, anteriores a nuestra marcha, llovió en la cuenca del Guadajoz más que cuando “enterraron al Bigotes”, dicho que se exclamaba en Baena cuando caían aguas como cataratas; se anegaron las huertas del Marbella y de Castro y se derrumbó el puente que cruza al Guadajoz a la altura de Santa Crucita. Estuvo unos días el autobús sin poder atravesar el río y cuando pudo conseguirlo, vadeándolo, ya eran días alejados de la festividad de San José. Eso sucedió en 1947, según mi memoria, y me quedé sin poder ir a casa de mi abuelo. Lloré ante aquel despropósito que había hundido mi ilusión por ir a la capital. Me sentí rehén de un debilucho puente en el Guadajoz que no había tenido fuerzas para resistir las aguas que venían del Arroyo del Moral y del Carchena. No pude soportar ese choque que se quedó grabado en mi memoria. Odié no poder subir al autobús, junto a mis padres, apretados en los últimos asientos de la Alsina que venía de Granada. El puente sobre el Guadajoz fue aduana; y gendarme el río que nos obligó a quedarnos en Baena.
La carretera de Baena a Alcaudete era bastante buena en junio de 1949 para ir del pueblo a la estación de Luque y la ruta ya me era familiar por mi primer viaje a Jaén a examinarme en Junio de 1948 y porque durante la primavera de 1949, había ido en bicicleta muchas veces a esa estación desde Baena. Había un paso muy estrecho, bajo la línea de ferrocarril que a Luque llegaba desde Baena; era un breve túnel por el que podían pasar bicicletas, burros, automóviles y pequeñas camionetas y camiones de baja tara. Contemplé un día la imposibilidad de que por allí pasara una cisterna de más anchura que el estrecho túnel y me atrevería a decir que de la misma altura que el arco bajo el viaducto. Ese sufrimiento del chófer se me quedó grabado en mi mente como una divisa. La cisterna intentaba asediar al túnel con un conductor lleno de miedo en tanto que mi bicicleta no podía atravesar el pasadizo para llegar a la estación de Luque. El conductor estaba exhausto y nosotros expectantes y lleno de infelicidad y de enfado echó marcha atrás la cisterna y se dio la media vuelta en la explanada de la estación. A mis once años de edad, recién cumplidos, yo me dije que un mundo lleno de misterios y terribles poderes rodeaba a Baena y tenía intención de dañarla. Aquel quebradizo puente y aquel estrecho túnel acosaban a quienes vivían en Baena y los ahogaban. Puente y túnel fueron dos hitos que quedaron grabados en mi mente infantil.
Cuando en Junio de 1977 UCD ganó las elecciones y yo encabezaba la lista de esa formación política se abrió para mí la oportunidad de conocer a Joaquín Garrigues Walker, ministro de Obras Públicas y a Ignacio Bayón, presidente de Renfe. Desde el puesto de Secretario General de Agricultura tuve la influencia suficiente para que el proyecto del nuevo puente sobre el Guadajoz, cerca de Santa Cruz, sobre la carretera de Granada a Córdoba, se despertara y saliera del sueño en que su presupuesto había quedado sumido. Ejecutar la obra del puente fue más fácil que desmontar los estribos del viaducto sobre el que pasaba el ferrocarril Baena-Luque. Ignacio Bayón eliminó un estribo, lo que permitió que cisternas de gran capacidad, llenas de aceite, pudieran salir de Baena. El otro estribo desapareció años después, cuando yo ya había dejado, en 1982, la política.
Aquel viaducto y el viejo y endeble puente no fueron por más tiempo obstáculos para entrar y salir de Baena por la carretera general de Badajoz a Granada. Moví mis influencias de modo consciente, impulsado por aquellos sufrimientos emocionales, vividos en mi niñez en Baena. Los tuve por divisa desde mi niñez hasta que pude influir para eliminarlos, como gendarmes diabólicos.

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

Rio Guadajoz

«SUEÑOS INFANTILES» de José Javier Rodríguez Alcaide

¿Cómo pueden aquellos sueños infantiles de mi estancia en Baena transformarse en realidad? Ahora recuerdo a mi pueblo cómo si sus gentes dormitaran a pleno día o se extasiaran en largas conversaciones a la puerta de sus casas. Recuerdo a Rosario Trillo, a Santos y a Cristobalina departiendo con mi madre largo rato en el umbral de sus casas, anudados en esa costumbre que se ha hecho caduca. Y es que los recuerdos clarifican a tan larga distancia impresiones que se deshacían en el tumulto cotidiano de mi niñez. Ahora las veo a ellas con excelente nitidez; la fisonomía de las vecinas en Semana Santa y por jubileo no era de aburrimiento sino de alegre y dicharachero placer. A Rosario Trillo con su vestido negro de viuda, la nimiedad alegre de Cristobalina y el tipo enjuto de Santos, junto a la belleza de la joven Carmina. No son recuerdos marchitos ni frustrados sino de fidelidad a las tradiciones y costumbres en aquel barrio de mi pueblo. No son para mí estos recuerdos a guisa de pieza de museo ni vacío inquietante sino viva realidad. Me agradaba, mientras yo jugaba en Puerta Córdoba, ver a mi madre hablar con las vecinas; como si un espíritu cosmopolita les invadiera. Las escuchaba hablar de quienes, tan jóvenes, como si fuera una extraña fuga, habían tenido que salir de Baena para poblar zonas de desarrollo industrial en el Perineo leridano.
Se hace realidad la casa de Paco Santiago, en la calle de la iglesia de San Bartolomé. Siento el olor a paja de su pajar, la entrada de los mulos, nuestros juegos al escondite entre cuadras y pajas almacenadas y el batir de alas de los pájaros que allí anidaban huyendo por nuestra algarabía asustados. Allí pulsábamos resortes mágicos y sentíamos el remordimiento de quienes en realidad éramos en aquel pajar, escondidos, aprendices de brujo. Paco Santiago, Juan y Antonio Caballero y yo, allí, rompíamos hostilidades y terminábamos a veces entre guantazos. Aquel pajar era lugar prodigioso para nuestras escapadas. Estas rememoraciones son como vagabundeo inofensivo de sonámbulo que súbitamente se despiertan y se hacen realidad. Tras la fuga en el pajar llegaba a casa esperando la regañina como niño malo presintiendo el tortazo o el castigo del cuarto oscuro.
Mi infancia en Baena fue un gozo en una ciudad viva, en un barrio de manos abiertas, lleno de alegría a pesar de los malos recuerdos de la guerra civil. No era una comunidad de vecinos arrugados ni llenos de costras sino de alegres tiendas, de una barbería con muchos parroquianos, de un ir y venir diario de burros, mulas, cabras y, durante el espigadero, de lechones. No eran calles devoradas por la grama y la ortiga sino limpias y relucientes. Su vida sana y alegre siempre fue para mi prenda y promesa.
Ciertos recuerdos se me presentan ahora con más claridad. Rememorándolos me encuentro conmigo mismo en una nueva piel; he decidido escribir aquellas imágenes para que jamás vuelvan a estar rodeadas de sombras. Nunca en la Plaza Vieja ni en Puerta Córdoba escuché oscuros rumores.

Vista Baena 1

Julia de Prado Santaella

Un nuevo texto de José Javier Rodríguez Alcaide recuerda la labor de la señorita Julia en los años de la posguerra y el auxilio que prestó a numerosas familias. Lleva por título «Julia de Prado Santaella».

«Esta señorita debía tener en 1940 una edad cercana a los 35 años, unos seis o siete años mayor que mi madre. Era delegada de Auxilio Social y atendía en la Calzada a más de un centenar de niños afectados por la guerra civil en Baena y hostigados por la hambruna que se produjo en la postguerra civil y durante la II Guerra Mundial. Era un modelo de solidaridad, al decir de mis padres, cuando yo empezaba a tener uso de razón; eso pudo ocurrir a mis siete años en 1945. El Centro de Auxilio Social se denominaba el Divino Maestro.
Saqué la sensación que doña Julia era algo especial entre las familias de Prado. Las gentes al oír el nombre de don Toribio de Prado, su tío, bajaba la cabeza por respeto. Las gentes hablaban de los de Prado como de una reiterada leyenda, alimentada por la bondad de don Toribio y doña Julia y por sus gestos extraordinarios de Solidaridad, terminada la guerra. Para mí, Julia de Prado era tan importante como don José Alcalá Santaella, médico que me reconocía y pretendía mejorar mi endeblez. Y es que el nombre de los de Prado ha estado siempre muy unido a las fechas señaladas de la vida de mi pueblo como son las fiestas votivas o la Semana Santa.
En aquélla, cuando yo alcanzaba la edad de los diez años, era un apellido respetado, temido pero no odiado. Eran como un broquel, formado por una pléyade de hijos. En las familias los había apasionados y autoritarios y también caritativos y solidarios, como Julia. Era un verdadero clan al que se le tenía envidia y respeto, como si fueran de otra raza.
Yo admiraba la fachada de ladrillos rojizos y el cancel de su hidalga casa cuando pasaba camino del Juan Alfonso de Baena. En mi niñez solo sonaban en mi casa los nombres de don Toribio de Prado Padillo, doña Julia de Prado Santaella y el de un nieto de don Toribio, a quien mi padre le daba clase particular para prepararle para el examen de Estado, de modo que, al final de la década de los años 40, debería rondar los 18 años. La casa para mi era modelo de honor defensivo, una vez que me contaron la defensa numantina que de ella hicieron Andrés, al que conocí luego dirigiendo la Cooperativa del Vino y a Manuel, al que conocí en los años setenta como alcalde de Baena. No supe de la existencia de Salvador de Prado Santaella hasta que presidí ABASA en 1982 y él era representante de la Cooperativa de Ntª Señora de Guadalupe.
Me detenía ante el zaguán de la casa, contemplaba la cancela de hierro forjado y su patio interior. No se cuando se construyó esa casa pero de allí, en el siglo pasado, se lanzaron al mundo una generación de gentes que no olvidan la vieja morada ni el señorial aspecto de la esquina de esa manzana.
Doña Julia de Prado se había convertido en el refugio de amor de muchos niños de Baena; mujer organizadora que dedicó su mejor tiempo a tan humanitaria labor. Las dinastías de los Prado había resistido la guerra civil, pagó su tributo con la muerte de un hijo en el Castillo, e influyó mucho en el desarrollo posterior agroindustrial de mi pueblo. Tenían reputación de esfuerzo, de dureza y de valor en los hombres y de amor y entrega a los necesitados en Julia. La casa de don Víctor fue el rostro terrenal de aquella prolífica familia y de esa casa me maravillaba la forja de sus ventanales. Nunca vi a don Toribio, sí a doña Julia, pero yo los tengo en mi infantil memoria por lo que de ellos, equilibrada y ponderadamente, hablaba mi padre».

Señorita Julia

RELATO DE RODRÍGUEZ ALCAIDE

Incluimos un nuevo artículo de José Javier Rodríguez Alcaide, ilustrado con una foto de la calle Amador de los Ríos, de 1932, publicado en el periódico ‘La Voz’.

«EL HUERTO ESCOLAR
Había en aquel invierno una tabla de coles cuyas hojas empezaban a descolgar amarillentas, porque la col nos decían en el Grupo Escolar que era planta de invierno. Había pasado el tiempo de la calabaza y en la tabla de al lado, aun sin labrar a azada, se pudrían las cortezas de algunas calabazas y melones. Era tan frío aquel mes de enero que el huerto escolar dormitaba sin el susurro del agua de la alberca; solo se oía el viento que producía un breve ruido en los árboles que estaban delante del edificio del Colegio. Desde la ventana de la clase las coles parecían el cortejo fúnebre del huerto.
Yo aprendí mucho en aquel huerto escolar que mi padre dirigía en el Juan Alfonso de Baena. Aprendí a plantar, a trasplantar, a aclarar y a seguir el crecimiento en primavera de los surcos sembrados de pimientos, habichuelillas y tomateras y acechaba la blanca floración de las plantas de patatas. Me maravillaba que la blanca flor de la patata se cosechara enterrada bajo la fórmula de tubérculo o que la flor amarilla del tomate diera un fruto verde que al cálido sol enrojeciera. Como niño extasiado con la vida me quedaba mirando con mirada vaga y distraída las lombrices de tierra que salían después de regar a manta los surcos del huerto y cómo corría el agua por los surcos dirigida a golpe de azada.
En aquel huerto me enseñaron a amar la horticultura y a entender la vida de la naturaleza vegetal y ese amor germinó en mi corazón de niño. Recuerdo el sabor a salitre de las hojas de la tomatera y cómo había que desbotonar la melonera para dejar aquellos botones capaces de producir excelentes melones; disfrutaba cogiendo las finas vainas del encañado de las habichuelas en aquel tiempo de recreo que se había transformado en aula al aire libre. En aquel huerto no había conejos enjaulados ni perro que cuidara la siembra porque la huerta estaba acotada por las paredes del Grupo Escolar. No llegué a entender la razón por la cual las niñas, que entraban al edificio por otra puerta, nunca bajaron a aquel pequeño huerto. En primavera jugábamos con las cochinillas que se enroscaban o con la mariquita moteada que se paseaba por los dedos de nuestras manos. Y al principio del curso se quemaban los tallos secos de las tomateras. Aquella experiencia durante dos años, cuando yo tenía ocho hasta entrar en los jesuitas, fue una vivencia que ahora recuerdo con agrado por lo mucho que llegué a aprender en ella.
Jamás olvidaré el olor de las coles al arrancarle las grandes hojas ni el gozo al extraer el rábano del macho agarradas mis manos al troncho verde. Mi deporte en aquella época era andar de mi casa a la escuela, ida y vuelta, cuatro veces al día y en bicicleta un año antes de ir al Colegio en la calle Mesones.
¡Cuán diferente niñez a la de mi nieta en Córdoba! Hace natación en piscina climatizada, cuando yo solo me bañaba en aquella alberca del huerto escolar en el verano tórrido. Corre con patines y yo tenía que cuidar mis zapatos nuevos para que no se hicieran viejos. Tiene televisión y una tableta para empezar a navegar por internet y yo, entonces, oía música por una radio-galena; visita el Jardín Botánico para conocer las plantas de tarde en tarde y yo me topaba con ellos en el huerto escolar, en las huertas y en los cortados de caminos y carreteras; ella ve un pony en el club a la falda de la sierra y yo le palpaba los ijares cuando después de trotar lo dejaba tranquilo el tratante en la feria de ganado de Baena y enrollaba el látigo con el que le había animado a acelerar el paso. Ella ve el mar casi todas las semanas y yo lo vi por primera vez cuando fui al Campamento en Valdelagrana, Puerto de Santa María de Cádiz».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

Relato JJRA Calle A Rios

EL JUDÍO, DE MANUEL PIEDRAHITA RUIZ (1926)

Hasta ahora no ha habido nadie que supere la profundidad en la descripción de lo que significa ser judío en Baena. El periodista Manuel Piedrahita Ruiz escribió en 1926 un elogio al que los baenenses tenemos que recurrir siempre. Piedrahita Ruiz publicó el texto en la revista ‘Andalucía Ilustrada’, en febrero de 1926, donde era redactor jefe el también baenense Fernando Vázquez Ocaña. El siguiente párrafo es un ejemplo de la culminación de su elogio: “El tambor y el judío están de una forma tal ligados, que el tambor y el judío son una misma cosa. Si el tambor está risueño, si tiene sonido de plata, la alegría del judío, en su risa dichosa, es de plata también. Si el tambor está triste, si su voz es ronca, no tiene límites la tristeza del judío”.
Incluimos a continuación el texto completo y el artículo tal y como se publicó.

«EL JUDIO
por Manuel Piedrahita
¿Y la chaqueta? ¿Y el plumero? ¿Y la «cola»? ¿Y el casco?…
El «judío» es un hombre que acabará neurasténico. Sus trabajos, sus desvelos para que llegado el día de la procesión todo esté dispuesto, no se comprenderían si desconociéramos que el «judío» es un hombre que pone en el tambor toda su alma y que en él se deja, gustosísimo, buena parte de sus energías… El tambor y el «judío» están de una forma tal ligados, que el tambor y el «judío» son una misma cosa. Si el tambor está risueño, si tiene sonido de plata, la alegría del «judío», en su risa dichosa, es de plata también. Si el tambor está triste, si su voz es ronca, no tiene límites la tristeza del «judío».
Pero el «judío» no solo quiere y defiende a su tambor, sino que, también, quiere a la reunión de todos sus compañeros, a su «turba» y la defiende con heroica tenacidad… Así, si pertenece a la de la «cola negra», llamada así por el color de la crin que adorna su metálico morrión, durante la Semana Santa, para él no hay peor enemigo que un «judío» de la «cola blanca». Y a la inversa.
El «judío» tiene sus momentos de gozo, cuando va por la calle saboreando con deleite el claro sonido de su tambor, con las piernas abiertas, tocando con todas las fuerzas de sus hercúleos brazos, poseído de su papel, muy digno, muy serio, saturándose de la bizarría del redoble…».

El Judío

EL JUBILEO DE RODRÍGUEZ ALCAIDE

El Jubileo era la segunda feria de Baena. A principios de agosto se sucedían días de fiesta y, en muchas ocasiones, de descontrol popular. La Plaza Vieja atraía a toda la población. Una denuncia de lo ocurrido en el Jubileo de 1935 por el periódico ‘Nuevas’ terminó provocando la desaparición del semanario dirigido por Manuel Piedrahita Ruiz. La fiesta fue decayendo con el paso de los años, aunque aún se organiza en la plaza cercana a la iglesia de San Bartolomé y se recaudan fondos para las personas más necesitadas con la tómbola que se abre todos los años. José Javier Rodríguez Alcaide nos lleva en el siguiente relato al Jubileo de finales de los años cuarenta. Recuerdos que apuntan aspectos de la sociedad de entonces. La imagen que ilustra el relato es de la torre de San Bartolomé, tras su última restauración.

«JUBILEO DE AGOSTO
Cada vez que escribo de mi niñez me estoy asomando a mi pasado, que a pesar de su brevedad (1938-1950) me parece inmenso. Giro el carrete de mi vida hacia atrás y me hallo en la casa de mi niñez, fría en invierno, templada en verano por la corriente de aire que fluía desde el zaguán al corral trasero y por la altura de los techos de sus habitaciones. Entonces, de niño, no imaginaba mi porvenir porque solo disfrutaba de mi vivo presente.
Tenía yo un amigo, de nombre Antoñín, con el que disfrutaba fabricando excelentes juguetes; sus manos de artesano construyeron una noria y un tío vivo, que giraban en vertical y horizontal, y un Jesús Nazareno que era capaz de dar la bendición con su brazo móvil derecho. Nuestro presente era embriagarnos en la construcción de juguetes y en la contemplación del giro de los asientos de la noria de feria. Durante los domingos y vacaciones yo le ayudaba a fabricar estos “cacharros” de feria en miniatura, copia de los que se instalaban en el jubileo de Agosto en la plaza vieja.
“Si un día me fuera de Baena te dejaría el tiovivo, como recuerdo, pero me llevaré el Nazareno conmigo”, me dijo una Semana Santa cuando gozaba montando las andas de Nuestro Padre Jesús, Antoñín, el prototipo de futuro ingeniero pues construía maquetas vivientes con enorme facilidad. Cuando Antoñín dejó Baena para irse a Madrid, perdí a un amigo, me quedé sin el tiovivo prometido, sin noria que daba vueltas y sin la bendición del Nazareno. Lloré a la épica tarea de verle hacer sus maquetas con vida; al verdadero jubileo de leyenda, a la ausencia de Antoñín. El jubileo de Agosto acababa de morir; su marcha fue como la destrucción de unos años de mi vida en el zaguán de mi casa en la calle Córdoba, secreto taller para su capacidad artesana. No pude retener unos enormes lagrimones, pues aquellos artefactos eran nuestro circo y vida de niños felices en medio de la penuria de la postguerra.
Cuando se ausentó Antoñín yo esperaba día tras día la feria de agosto de mi barrio, que los vecinos identificaban como jubileo; júbilo de larguísimos días que crujían a fuerza de ser estirados subiéndome en los columpios y en los caballitos que daban vuelta sin cesar. Días de “saladillos” y garbanzos tostados emborrizados en polvo de yeso. Yo cabalgaba sobre el caballo blanco del “tiovivo” y me parecía que de sus cascos salía un polvo blanco y cruel, que tapaba mi nariz, cuando imaginaba ir a galope. Aquel caballo en mi imaginación piafaba y me alejaba del miedo que me infundía la cárcel, que taponaba la plaza vieja antes de subir por la calle Alta hacia la Doctora.
Mi último jubileo fue el de agosto de 1949 en el que yo, por fin, conseguí dominar el caballo de mi imaginación que en su galope servía de evasión. El mes de agosto en Baena era el del jubileo en la plaza vieja, el de la trilla en la era con sus gotas de oro saliendo del polvillo del trigo, el de las irritaciones del calor del estío y del cántaro de agua junto a las parvas de las eras, el de las gavillas trituradas en el empedrado; el del viento polvoriento, aventado, que se metía entre la piel y la camisa al levantar la mielga. Aquel jubileo desapareció para siempre para mí pero no se si también para Baena. ¿Se celebra todavía el jubileo de agosto?».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

Jubileo de Rodr Alcaide

«Lúgubre silencio»

RELATO DE JOSÉ JAVIER RODRIGUEZ ALCAIDE
El profesor baenense nos lleva a la Baena de mediados de 1940, cuando la muerte de dos guardias civiles a manos de los maquis generó una sensación extraña, de desconcierto. Lleva por título «Lúgubre silencio» y se ilustra con una fotografía posterior del Paseo, publicada en la revista ‘Tambor’ en 1965.

«No tengo conciencia exacta del año en que sucedió aquel acontecimiento. Recuerdo que hacía frío y debió ser a finales de diciembre; desde luego yo todavía estaba en el Juan Alfonso de Baena y no en los jesuitas en la calle Mesones, de modo que aquel luctuoso acontecimiento debió acaecer en 1946 o en 1947. La noticia corrió como pólvora por el pueblo y yo percibí como una pesada nube de silencio en mi casa; debió ser por vacaciones de Navidad porque no tengo memoria de esa consternación volando por los pasillos del Grupo Escolar, sito en los aledaños del parque. No había radio en mi casa ni en la de casi nadie de modo que la noticia ronroneaba de vecina en vecina. La noticia lúgubre salía de las sombras y se enterraba rápidamente en el silencio. Recuerdo que todo estaba quieto en mi barrio de Puerta Córdoba y Plaza vieja menos la piara de cabras de mi vecino Miguel que nos alertaba con el cencerrillo del macho que la conducía. Debió de ser en época de vacaciones navideñas pues asocio aquel terrible silencio a los olores a torticas, roscos de anís que se depositaban en el ambiente como el vino que deja solera.
Recuerdo el cielo de color gris y cómo todos los de mi barrio seguían el mismo camino por San Bartolomé a calle Alta y de allí por Mesones al Ayuntamiento y al cuartel de la Guardia Civil. Era un caminar silencioso y no muy pausado. No había señales de vida pero la plaza del Ayuntamiento estaba abarrotada; no había ruido en aquella masa de baenenses puestos en pie delante del cuartel de la Guardia Civil, como si todo el pueblo estuviera expectante y acorralado. Recuerdo un ambiente en el que se cortaba la respiración, como si aquellos pechos estuvieran aplastados por rodillas. La plaza tenía respeto y yo sentí una especie de miedo al lado de mi padre, que me había llevado consigo dejando el barrio casi muerto.
¿Qué esperaban aquellas gentes erguidas y silenciosas en la gran plaza mayor de mi pueblo? Pues sencillamente los cadáveres de dos guardias civiles de la comandancia del puesto. Habían sido acribillados en Fuente Tójar, una aldea de las cercanías de Priego. Fue la primera vez que yo supe de Fuente Tójar y desde aquel momento se me quedó grabado su nombre, aliado con la guerrilla que andaba por la Subbética.
Los paisanos se preguntaban por tan aciago suceso y quedaba en mi imprecisa memoria remota que habían matado también en las afueras de la aldea a dos guerrilleros o maquis y a la vecina que en su casa les daba cobijo. Siempre recordaré que el jefe de la partida se apodaba el “Cencerro”. Todos decían que aquellos “maquis” no eran de Baena sino que venían de los cerros de Alcaudete. La llegada de los féretros causó un espeso silencio en aquella concentración. Aquel acontecimiento quedó grabado en mi corazón y meses después supe, recién cumplidos mis nueve años, que había matado la Guardia Civil en Baena a algún enlace de esta partida. Por estos recuerdos aquel funeral popular debió acaecer en el invierno de 1946 o a comienzos de 1947.
Volví en silencio de la mano de mi padre. Nunca se volvió a comentar al cabo de unos días aquella desgracia en mi casa y en el barrio. Me imaginé aquel tiroteo como los que veían en el cine de la calle alta en los “matinés”, cuando proyectaban la de vaqueros de John Maynard y Bob Style».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

revista tambor