Un nuevo texto de José Javier Rodríguez Alcaide recuerda la labor de la señorita Julia en los años de la posguerra y el auxilio que prestó a numerosas familias. Lleva por título «Julia de Prado Santaella».
«Esta señorita debía tener en 1940 una edad cercana a los 35 años, unos seis o siete años mayor que mi madre. Era delegada de Auxilio Social y atendía en la Calzada a más de un centenar de niños afectados por la guerra civil en Baena y hostigados por la hambruna que se produjo en la postguerra civil y durante la II Guerra Mundial. Era un modelo de solidaridad, al decir de mis padres, cuando yo empezaba a tener uso de razón; eso pudo ocurrir a mis siete años en 1945. El Centro de Auxilio Social se denominaba el Divino Maestro.
Saqué la sensación que doña Julia era algo especial entre las familias de Prado. Las gentes al oír el nombre de don Toribio de Prado, su tío, bajaba la cabeza por respeto. Las gentes hablaban de los de Prado como de una reiterada leyenda, alimentada por la bondad de don Toribio y doña Julia y por sus gestos extraordinarios de Solidaridad, terminada la guerra. Para mí, Julia de Prado era tan importante como don José Alcalá Santaella, médico que me reconocía y pretendía mejorar mi endeblez. Y es que el nombre de los de Prado ha estado siempre muy unido a las fechas señaladas de la vida de mi pueblo como son las fiestas votivas o la Semana Santa.
En aquélla, cuando yo alcanzaba la edad de los diez años, era un apellido respetado, temido pero no odiado. Eran como un broquel, formado por una pléyade de hijos. En las familias los había apasionados y autoritarios y también caritativos y solidarios, como Julia. Era un verdadero clan al que se le tenía envidia y respeto, como si fueran de otra raza.
Yo admiraba la fachada de ladrillos rojizos y el cancel de su hidalga casa cuando pasaba camino del Juan Alfonso de Baena. En mi niñez solo sonaban en mi casa los nombres de don Toribio de Prado Padillo, doña Julia de Prado Santaella y el de un nieto de don Toribio, a quien mi padre le daba clase particular para prepararle para el examen de Estado, de modo que, al final de la década de los años 40, debería rondar los 18 años. La casa para mi era modelo de honor defensivo, una vez que me contaron la defensa numantina que de ella hicieron Andrés, al que conocí luego dirigiendo la Cooperativa del Vino y a Manuel, al que conocí en los años setenta como alcalde de Baena. No supe de la existencia de Salvador de Prado Santaella hasta que presidí ABASA en 1982 y él era representante de la Cooperativa de Ntª Señora de Guadalupe.
Me detenía ante el zaguán de la casa, contemplaba la cancela de hierro forjado y su patio interior. No se cuando se construyó esa casa pero de allí, en el siglo pasado, se lanzaron al mundo una generación de gentes que no olvidan la vieja morada ni el señorial aspecto de la esquina de esa manzana.
Doña Julia de Prado se había convertido en el refugio de amor de muchos niños de Baena; mujer organizadora que dedicó su mejor tiempo a tan humanitaria labor. Las dinastías de los Prado había resistido la guerra civil, pagó su tributo con la muerte de un hijo en el Castillo, e influyó mucho en el desarrollo posterior agroindustrial de mi pueblo. Tenían reputación de esfuerzo, de dureza y de valor en los hombres y de amor y entrega a los necesitados en Julia. La casa de don Víctor fue el rostro terrenal de aquella prolífica familia y de esa casa me maravillaba la forja de sus ventanales. Nunca vi a don Toribio, sí a doña Julia, pero yo los tengo en mi infantil memoria por lo que de ellos, equilibrada y ponderadamente, hablaba mi padre».