El Jubileo era la segunda feria de Baena. A principios de agosto se sucedían días de fiesta y, en muchas ocasiones, de descontrol popular. La Plaza Vieja atraía a toda la población. Una denuncia de lo ocurrido en el Jubileo de 1935 por el periódico ‘Nuevas’ terminó provocando la desaparición del semanario dirigido por Manuel Piedrahita Ruiz. La fiesta fue decayendo con el paso de los años, aunque aún se organiza en la plaza cercana a la iglesia de San Bartolomé y se recaudan fondos para las personas más necesitadas con la tómbola que se abre todos los años. José Javier Rodríguez Alcaide nos lleva en el siguiente relato al Jubileo de finales de los años cuarenta. Recuerdos que apuntan aspectos de la sociedad de entonces. La imagen que ilustra el relato es de la torre de San Bartolomé, tras su última restauración.
«JUBILEO DE AGOSTO
Cada vez que escribo de mi niñez me estoy asomando a mi pasado, que a pesar de su brevedad (1938-1950) me parece inmenso. Giro el carrete de mi vida hacia atrás y me hallo en la casa de mi niñez, fría en invierno, templada en verano por la corriente de aire que fluía desde el zaguán al corral trasero y por la altura de los techos de sus habitaciones. Entonces, de niño, no imaginaba mi porvenir porque solo disfrutaba de mi vivo presente.
Tenía yo un amigo, de nombre Antoñín, con el que disfrutaba fabricando excelentes juguetes; sus manos de artesano construyeron una noria y un tío vivo, que giraban en vertical y horizontal, y un Jesús Nazareno que era capaz de dar la bendición con su brazo móvil derecho. Nuestro presente era embriagarnos en la construcción de juguetes y en la contemplación del giro de los asientos de la noria de feria. Durante los domingos y vacaciones yo le ayudaba a fabricar estos “cacharros” de feria en miniatura, copia de los que se instalaban en el jubileo de Agosto en la plaza vieja.
“Si un día me fuera de Baena te dejaría el tiovivo, como recuerdo, pero me llevaré el Nazareno conmigo”, me dijo una Semana Santa cuando gozaba montando las andas de Nuestro Padre Jesús, Antoñín, el prototipo de futuro ingeniero pues construía maquetas vivientes con enorme facilidad. Cuando Antoñín dejó Baena para irse a Madrid, perdí a un amigo, me quedé sin el tiovivo prometido, sin noria que daba vueltas y sin la bendición del Nazareno. Lloré a la épica tarea de verle hacer sus maquetas con vida; al verdadero jubileo de leyenda, a la ausencia de Antoñín. El jubileo de Agosto acababa de morir; su marcha fue como la destrucción de unos años de mi vida en el zaguán de mi casa en la calle Córdoba, secreto taller para su capacidad artesana. No pude retener unos enormes lagrimones, pues aquellos artefactos eran nuestro circo y vida de niños felices en medio de la penuria de la postguerra.
Cuando se ausentó Antoñín yo esperaba día tras día la feria de agosto de mi barrio, que los vecinos identificaban como jubileo; júbilo de larguísimos días que crujían a fuerza de ser estirados subiéndome en los columpios y en los caballitos que daban vuelta sin cesar. Días de “saladillos” y garbanzos tostados emborrizados en polvo de yeso. Yo cabalgaba sobre el caballo blanco del “tiovivo” y me parecía que de sus cascos salía un polvo blanco y cruel, que tapaba mi nariz, cuando imaginaba ir a galope. Aquel caballo en mi imaginación piafaba y me alejaba del miedo que me infundía la cárcel, que taponaba la plaza vieja antes de subir por la calle Alta hacia la Doctora.
Mi último jubileo fue el de agosto de 1949 en el que yo, por fin, conseguí dominar el caballo de mi imaginación que en su galope servía de evasión. El mes de agosto en Baena era el del jubileo en la plaza vieja, el de la trilla en la era con sus gotas de oro saliendo del polvillo del trigo, el de las irritaciones del calor del estío y del cántaro de agua junto a las parvas de las eras, el de las gavillas trituradas en el empedrado; el del viento polvoriento, aventado, que se metía entre la piel y la camisa al levantar la mielga. Aquel jubileo desapareció para siempre para mí pero no se si también para Baena. ¿Se celebra todavía el jubileo de agosto?».
José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba