En el pueblo en que yo nací, Baena de Córdoba, había unas rocas que vigilaban el Guadajoz como si quisieran defenderse de oscuros invasores. Era un cortado cargado de leyendas por su color almagra. Cada vez que he contemplado, de pequeño y de mayor, ese bastión o trono de piedra no me he atrevido a acercarme y escalarlo. Su ascenso no es muy escarpado y jamás tenía miedo al peligro. De niño iba al cerro de los Ángeles, a cuyos pies existe una ermita excavada y bañada por el Marbella y no tenía miedo de hollarlo pero jamás osé acercarme a la piedra “magrita”. No era miedo a caerme en su escalada sino aquel sortilegio de niños que en el juego decíamos: “piedra “magrita”, lo que se da no se quita”, con un cierto temor supersticioso como si la piedra “magrita” estuviese maldita. Decían que quienes se atrevían a subir por ella terminaban ahogados en las fauces del Marbella o que quienes no cumplieran la promesa dada serían castigados por el espíritu de esas piedras. Y es que en esas rocas se ocultaba un ser que premiaba a quienes cumplían la palabra dada y castigaba a quienes no la cumplían.
No hay fotografías de ese “ser” pero si existen escritos de quienes dijeron haberlo visto y sentido y afirmaron que esas rocas eran malditas. Carmelo, el fotógrafo, se desplazó varias veces desde Baena al encuentro del Marbella con el Guadajoz para captar su figura pero no tuvo suerte de plasmarlo en su placa bañada de plata.
De niños corrían habladurías que nos tenían atemorizados en relación a la piedra “magrita”. Recuerdo mi asombro y mi indignación cuando nos contaban las maldiciones caídas sobre quienes habían osado subir hacia aquellas piedras.
José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba