Cada panecillo del cortijo se me atragantaba más y más en Nochebuena; mi boca estaba llena y se deleitaba con el sabor algo dulzón del dulcecillo. Yo tenía ocho años; había sido un niño inapetente, pero a esa edad por mis paseos desde Puerta Córdoba al Grupo Escolar Juan Alfonso de Baena, en los aledaños del parque, se me había despertado el apetito. En el fondo yo he siempre, desde esa fecha, confiado en el hambre, pues es una experiencia sana y poderosa como para constituirse en arma para salir victorioso contra uno mismo y contra el entorno. No olvido nunca el hambre en Baena en el bienio 1944-1945, incluso el racionamiento y los cupones para retirar azúcar y otros alimentos.
Mi abuela se reía al ver lo apurado que andaba yo intentado domeñar los panecillos de cortijo en la función de deglución de mi garganta. Mi abuela se había visto obligada tras la guerra civil a llevar el trabajo a la categoría de virtud, a fin de dar sentido a tantos años, desde 1936 a 1946, perdidos. En Navidad entre “perrunas” y “panecillos” la recuerdo repetir la palabra “trabajo”, que mi madre ampliaba retardando su segunda sílaba, “trabaaajo”.
Siempre recuerdo el grato sabor del “panecillo de cortijo” unido a la vibración triunfal de la palabra trabajo, pues mi abuela me profetizaba que “quien de joven no trabaja, de viejo duerme en la paja”. Así que para mí el trabajo no ha tenido servidumbre pero siempre he sido siervo del panecillo de cortijo de mi pueblo. Mi abuela en esa fecha era muy joven, viuda desde 1937; diez años después tenía 54 años. Nunca vi una condena hacia mí, sino un jovial gozo cuando ella me miraba deglutir tan rico dulce navideño y quedarme en silencio disfrutando de la beatitud, que expresaba mi cura tras una digestión tan feliz.
Ya saben que en Baena, en Navidad y en 1946, hace mucho frío; demasiado frío para salir a jugar con la pelota de trapo; el frío se echaba encima de mi cuerpo, con todo su peso sobre mi cuerpo inmóvil, sentado al calor del brasero de picón. Me recuerdo abandonado en la silla, con las piernas ardiendo en “cabrillas” por las ascuas del brasero, regodeándome con el juego de mi lengua entre los dientes para aprovechar el último sabor de aquel dulcecillo. El frío y yo dormíamos juntos por Navidad con un panecillo bajo la almohada.
Y todavía por Navidad, sin frío, yo duermo con un panecillo del cortijo bajo la almohada por la gentileza de don Manuel Albendín Pedrajas.
José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba