Era una costumbre habitual en la posguerra. Los niños se separaban de las niñas en el colegio o cuando iban a la piscina había dos horarios distintos, aunque esto ocurría ya en los años sesenta. Hasta hace poco los hombres se colocaban en un lugar y las mujeres en otro para dar el pésame a los familiares de un difunto o, incluso, esperaban a que los hombres transmitieran su pesar a la familia del fallecido. José Javier Rodríguez Alcaide nos recuerda lo que ocurría cuando se acudía a misa.
La fotografía, que ilustra el relato, es un detalle del adorno de la puerta principal de San Bartolomé.
«EXTRAÑA COSTUMBRE
El cancel de San Bartolomé era una alta contrapuerta de tres hojas; la de frente hecha a cuarterones y las dos laterales estaban ajustadas a las jambas de la gran puerta de entrada; cerrado el cancel por su techo evitaba las corrientes de aire y amortiguaba las voces de los que no entraban a misa y se quedaban en el cancel charlando y fumando; naturalmente siempre eran hombres en la misa dominical del mediodía.
Nunca me detuve a pensar cómo podía haberse creado y autosostenido aquella costumbre. Solo me contenté con contemplarla sin analizarla. Llegaban los matrimonios a la misa de doce; ellas entraban en la iglesia y muchos de sus maridos se quedaban en el cancel charlando y fumando. Aquello parecía un hábito de solidaridad masculino. Se leía la epístola y el evangelio, el cura daba su plática, esa especie de razonamiento que hace el predicador para exhortar a practicar la virtud, reprender los vicios o faltas de los fieles e instruir en la doctrina cristiana, y terminado el ofertorio sonaba la campanilla de monaguillo anunciando la consagración, núcleo central de la eucaristía. Al son de la campanilla entraban desde el cancel los hombres a tropel, habiendo tirado las colillas, y se colocaban cerca del baptisterio al final de la nave del templo. Terminada la consagración de nuevo volvían a salir al cancel y reiniciaban su conversación hasta que sus esposas salían tras el “íte misa est”.
Pocas cosas me podían parecer a mis diez años más horrendas. Yo quedaba junto a mis padres en el templo durante toda la misa y mi padre no se separaba de mí ni de mi hermana y mi madre y jamás llegué a conocer la razón de tan curiosa costumbre. Quizás no quisieran escuchar la homilía del cura y era más educado esperar fuera que salirse cuando subiera al púlpito; quizás creyeran que los introitos eran añadidos innecesarios a lo transcendental e importante: la consagración del pan y del vino; quizás era el momento de conversar sobre la cosecha, los negocios o la administración del pueblo. Pudieran ser caballeros generosos que acompañaban a sus esposas a la misa, reverenciaban la consagración, y las recogían al final de la misa, endomingadas, para dar un paseo. Me pareció un mentiroso disfraz de la inexorable convicción que lleva consigo una costumbre social.
Preguntados mis padres sobre esa moda social no supieron darme razón de su fundamento. Me pareció una costumbre críptica, pues lo verdadero jamás se decía ni hacía, sino que se representaba por el signo arbitrario de, sonada la campanilla, dejaban de fumar y charlar, abandonaban el cancel y se postraban en el momento de la consagración. Quizás pensaran que salvo la consagración el resto eran tiempos de mujeres y niños y no de hombres de “pelo en pecho”.
Baena en los años cuarenta era una suma de pequeñas y resbaladizas pirámides en las que nadie era capaz de hacer una fisura o crearse un agarre. La única manera de progresar en la pirámide en general era por matrimonio con uno o una de las clases regentes. Muy pocos apellidos se situaban en los ápices de las pirámides y casi todos esos ápices oían misa en Guadalupe, templo, en el que el párroco don Ángel González nos ponía por separado a los dos géneros; al lado de donde se leía la epístola, la izquierda del cura, y en el lado de su derecha, donde se leía el evangelio. Hombres y niños a un lado, mujeres y niñas al otro.
Esta separación por razón de género tampoco yo llegué a entenderla porque yo iba siempre de la mano de mi madre y mi hermana se enganchaba de la mano de mi padre. Además de enfadarme me pasaba la misa pensando en lo barbián que era don Ángel, hombre arisco en negra sotana que se empeñaba en separar a la familia en la misa en lugar de ocupar todos nosotros un banco. Esta norma me pareció en Guadalupe tan extraña como la que acabo de relatar para San Bartolomé. La de Guadalupe me encabritaba y la de San Bartolomé aguijoneaba ni imaginación. Las dos costumbres se han quedado muy grabadas en mi memoria remota».
José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba