¿Cómo pueden aquellos sueños infantiles de mi estancia en Baena transformarse en realidad? Ahora recuerdo a mi pueblo cómo si sus gentes dormitaran a pleno día o se extasiaran en largas conversaciones a la puerta de sus casas. Recuerdo a Rosario Trillo, a Santos y a Cristobalina departiendo con mi madre largo rato en el umbral de sus casas, anudados en esa costumbre que se ha hecho caduca. Y es que los recuerdos clarifican a tan larga distancia impresiones que se deshacían en el tumulto cotidiano de mi niñez. Ahora las veo a ellas con excelente nitidez; la fisonomía de las vecinas en Semana Santa y por jubileo no era de aburrimiento sino de alegre y dicharachero placer. A Rosario Trillo con su vestido negro de viuda, la nimiedad alegre de Cristobalina y el tipo enjuto de Santos, junto a la belleza de la joven Carmina. No son recuerdos marchitos ni frustrados sino de fidelidad a las tradiciones y costumbres en aquel barrio de mi pueblo. No son para mí estos recuerdos a guisa de pieza de museo ni vacío inquietante sino viva realidad. Me agradaba, mientras yo jugaba en Puerta Córdoba, ver a mi madre hablar con las vecinas; como si un espíritu cosmopolita les invadiera. Las escuchaba hablar de quienes, tan jóvenes, como si fuera una extraña fuga, habían tenido que salir de Baena para poblar zonas de desarrollo industrial en el Perineo leridano.
Se hace realidad la casa de Paco Santiago, en la calle de la iglesia de San Bartolomé. Siento el olor a paja de su pajar, la entrada de los mulos, nuestros juegos al escondite entre cuadras y pajas almacenadas y el batir de alas de los pájaros que allí anidaban huyendo por nuestra algarabía asustados. Allí pulsábamos resortes mágicos y sentíamos el remordimiento de quienes en realidad éramos en aquel pajar, escondidos, aprendices de brujo. Paco Santiago, Juan y Antonio Caballero y yo, allí, rompíamos hostilidades y terminábamos a veces entre guantazos. Aquel pajar era lugar prodigioso para nuestras escapadas. Estas rememoraciones son como vagabundeo inofensivo de sonámbulo que súbitamente se despiertan y se hacen realidad. Tras la fuga en el pajar llegaba a casa esperando la regañina como niño malo presintiendo el tortazo o el castigo del cuarto oscuro.
Mi infancia en Baena fue un gozo en una ciudad viva, en un barrio de manos abiertas, lleno de alegría a pesar de los malos recuerdos de la guerra civil. No era una comunidad de vecinos arrugados ni llenos de costras sino de alegres tiendas, de una barbería con muchos parroquianos, de un ir y venir diario de burros, mulas, cabras y, durante el espigadero, de lechones. No eran calles devoradas por la grama y la ortiga sino limpias y relucientes. Su vida sana y alegre siempre fue para mi prenda y promesa.
Ciertos recuerdos se me presentan ahora con más claridad. Rememorándolos me encuentro conmigo mismo en una nueva piel; he decidido escribir aquellas imágenes para que jamás vuelvan a estar rodeadas de sombras. Nunca en la Plaza Vieja ni en Puerta Córdoba escuché oscuros rumores.