Vázquez Ocaña describirá con minuciosidad la visita de García Lorca a Córdoba en 1935. Contará que la representación de la obra Fuenteovejuna en el municipio de Fuente Obejuna estuvo cerca de suspenderse porque Margarita Xirgu descubrió que había un anarquista preso:
“(…).Preguntó la actriz [Margarita Xirgu] y se le dijo que se trataba de un “peligroso anarquista” que había caído por el lugar y a quien el alcalde adoptó la providencia de meter allí, no fuera a aprovecharse del argumento levantisco de la obra y armara una chamusquina. La Xirgu, indignada, estuvo a punto de suspender la función, pero Federico acudió al alcalde y con el brillo de su nombre y su gracejo suasorio logró que pusiera en libertad al forastero. El buen pueblo se enteró de la actitud de Margarita y del servicio de Lorca, y cuando cayó el telón quiso expresar su simpatía a ambos sin pérdida de tiempo, para lo cual asaltó en masa incontenible el escenario y arrolló al secretario del Ayuntamiento y a los munícipes, que, asustados, pugnaban por tranquilizar a los vecinos. Al ver cómo crujían las tablas y oír el griterío, Lorca se echó a temblar creyendo que, encendidos por el drama que él había adaptado y a la voz de “¡Fuenteovejuna, todos a una!”, los campesinos habían decidido arrastrar a las autoridades como reencarnaciones del Comendador, y de paso a los actores “que hacían de malos” -según contaba horas después en la posada, entre trago y trago de un vinillo que raspaba la lengua y rodeado por numerosos amigos de Madrid y de Córdoba. Luego, conforme avanzaba la noche, todos se enzarzaron en una de esas pláticas que daban ocasión a Federico para lucir su fe de artista y para que su fantasía mariposeara”.
El día después, el grupo de amigos que acompañó al poeta granadino recorrió algunas de las zonas históricas de la ciudad cordobesa, por las que disfrutaba pasear García Lorca, escuchando anécdotas y mostrando su sensibilidad y capacidad para atraerse a los demás:
“(…) bajó a Córdoba, para pasar unas horas en la ciudad cuya romanidad le atraía tanto o más que la huella dorada de los omeyas. Le gustaba recorrerla con los amigos, desde la Torre de la Malmuerta a la Plazuela de las Flores, desde la Judería a la Fuensanta, fijándose en todo, hablando de todo y cumpliendo el rito de las “sagradas estaciones” que son allí las viejas tabernas, cuyos dueños crían sus vinos como a sus hijos y hablan de los “cambios de la sangre” que en unos y otros se producen al mudar la edad. Frente a la torre de Santa Marina se pararon para mirar la campana gorda, algo volteada hacia fuera y con el badajo lacio. Alguien recordó que paseando por allí, en una de sus escapadas a Córdoba, el filósofo Ortega y Gasset, le dio por jugar a las greguerías -estaba de moda Gómez de la Serna-. “¿Qué creen ustedes que diría Ramón de esa campana?”—preguntó. “Pues… que padece de la garganta y está pidiendo que el cura la cure” –dijo uno de los muchachos que acompañaban al autor de La rebelión de las masas. Lorca se echó a reír y luego, mirando a la campana, dijo gravemente: “No. Lo que pasa es que le huele el aliento a guitarra y abre la boca al aire del río para que las beatas no lo noten”. Atardecía cuando el grupo de amigos se detuvo frente al Triunfo de San Rafael. “Cada día me gusta más este arcángel -exclamó el poeta-. Tiene estampa de galán de las once mil vírgenes”.
Del Prólogo del libro «García Lorca. Vida, cántico y muerte», de Fernando Vázquez Ocaña. Su presentación tendrá lugar este sábado, a las 20.00 horas, en las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia de Baena. Te esperamos.