Si vas a ese pueblo verás los meandros del arroyo, las tablas de limo tiradas a cordel para sembrar hortalizas, las viñas en los ruedos y los olivos adornando la carretera. El paisaje del pueblo lo agranda todo; agranda el sentimiento de pueblo, de país y de lo que representa el esfuerzo. Las líneas de sus montes son los rasgos de su rostro. Cuando yo vivía allí su geografía me enseñaba más que su maravillosa historia. En ese pueblo, mi pueblo, sentía a sus hombres y mujeres del barrio, los trabajos del campo, el placer de vivir. Había cosas que reconfortaban mi corazón y cosas que le hacían encogerse, que ahora no es momento de contar.
Con frecuencia he vuelto al lugar donde nací, he subido a su Almedina, paseado por ella. Entré una vez en la casa de un artista y en su casa he vuelto a vivir al contemplar de nuevo su modo de vivir en las imágenes proyectadas en la Filmoteca de Andalucía, sita junto a la Catedral de Córdoba. En esa casa vive Paco Ariza, maestro pintor, laureado escultor, reconocido como hijo predilecto de Baena.
No he visto nunca una casa semejante, que a la par de ser pulcro taller es tienda de anticuario. Una tela por allá, pinceles y tubos desparramados por acá y un caballete para pintar. Hay lámparas, quinqués, vitrinas y sobre todo una ventana por la que penetra la luminosidad que vivifica al artista. Santuario de mil objetos de trabajo sorprendente y admirable, la casa fue comprada para transformarse en mansión, taller, convento, cielo.
Ha hecho a su gusto su rincón para vivir; lo ha hecho economizando sacos de cemento y se ha transformado en arquitecto-albañil; escultor y cerrajero carpintero. La casa de Paco Ariza me parece capilla, museo, palacio almenado; una imagen que puede guiar una vida. Tocado sobre sus cabellos de plata con una curiosa gorra de aceitunero el artista tiene los ojos pequeños de tanto pintar, la tez de hombre bueno cubierta de una barba blanca y la alegría de ser abuelo cuando enseña a pintar a una niña pequeña a la que contempla embobado. Pasea por su casa con placidez y aire de melancolía. De pequeño jugaba con el barro y de mayor lo amasó para al barro darle vida.
Mucha modestia, buena voluntad y ardiente pasión ofrece Paco Ariza al dejarnos penetrar en su casa de la Almedina y en su rincón, cerca del Guadajoz. Lugares, ambos, maravillosos, como frutos del azar o de obsesiones fortuitas. Siguen sus ojillos vibrantes de visionario, que persiguen sus propias imágenes. En las paredes de su molino maduran artísticamente colgados los capachos de la molienda de aceitunas que se hacen obra de arte por la bondad cuidadosa y las exigencias del artista.
Para Paco Ariza tiempo y fatiga no cuentan ya; hay una especie de heroísmo en querer hacerlo todo para sí y guardarlo en su casa de la Almedina, en la plaza del Ayuntamiento o en la explanada de Guadalupe. Me maravilla cómo es posible que sus manos y su vista sigan rindiendo a sus setenta y cinco años. Se ha esforzado tanto que ha sido capaz de hacer lo difícil bello.
Él se ha impuesto la más ardua tarea. Su pueblo no lo ha hecho alcalde; lo ha dignificado muchos mas dándole el honor de hijo predilecto.
José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba